Imelda Rodríguez

Punto cardinal

Imelda Rodríguez

Especialista en Educación, Comunicación Política y Liderazgo


Las palabras útiles

05/10/2020

Estamos en una especie de cultura del envase, donde la obcecación por aparentar lo que dicte la maniobra de turno (algo habitual en la arena política actual), aniquila la autenticidad, lo que realmente interesa a las personas. Sostenía Empédocles, filósofo y político griego, que la verdad jamás perece y que, por eso, «conviene repetir las palabras útiles». Palabras útiles que escasean a nuestro alrededor, como si importara menos el progreso de todos que mantener la trinchera a salvo desde la que disparar balas de fogueo, como artimaña de distracción. De hecho, cuando vemos en el barro a algunos de nuestros representantes, desaforados por mantener en pie su propio ego, pienso en lo fundamental que es conservarnos despiertos, con un sólido sentido crítico, para evitar rodar como peonzas. Acostumbrarse a escuchar en la esfera pública, sea el ámbito que sea, más insultos que argumentos, jamás puede ser la única opción. No nos rindamos. No renunciemos al liderazgo. 
Que falta altura de miras es ya un secreto a voces. Fíjense en esos mensajes de dirigentes, frívolos a más no poder, si tomamos en cuenta, además, este momento de tanto sufrimiento social. La agresividad y la soberbia no pueden ser el mensaje. Embestir caprichosamente es un rasgo inadmisible de egoísmo e inmadurez intelectual. Tanto como el enfrentamiento circense entre Donald Trump y Joe Biden en el primer debate electoral. Gritos, descalificaciones personales y pocas propuestas. Toda una metáfora de un estilo político al que, bajo ningún concepto, nos podemos habituar. Pero hay contrapuntos. Ahí está la actitud inteligente, centrada en las soluciones, del debate electoral protagonizado por las candidatas neozelandesas. Jacinda Ardern, una de los gobernantes mundiales que mejor ha gestionado la pandemia, es un referente. Un contraste necesario. En sus palabras útiles hay esperanza. Como refleja también el poso de históricos como Miguel de Unamuno (esta semana hubiera cumplido 156 años), que nos ayudan a situarnos cuando el sentido común parece entrar en descomposición. «No hay tiranía en el mundo más odiosa que la de las ideas, porque traen ideofobia. Y, entonces, las personas comienzan a perseguir a sus vecinos en nombre de esas ideas. Detesto todas las etiquetas y la única que ahora podría tolerar sería la de idealista o rompedor de ideas», alertaba. Para tomar nota. 
Siguen su estela maestros como José Antonio Marina, que me impactó hace unos días con su humildad en la presentación de su nuevo libro, Proyecto Centauro, una propuesta de modelo educativo para los próximos treinta años. Advierte esta primera figura de la Educación que «la razón no solo nos defiende de la ignorancia, sino también del fanatismo, que nos hace ser intolerantes y crueles». Casi nada escuchar a los grandes. Y desear permanecer en el poder que tiene su dignidad, expresada en sus palabras útiles. Tenemos derecho a la coherencia, un todo indivisible a través del cual nuestro pensamiento, nuestras palabras y nuestras acciones van en una sola dirección, generando la credibilidad y la confianza que provocan optimismo. Como diría Mafalda, ese personaje repleto de ternura y criterio del eterno Quino, «me gustan las personas que dicen lo que piensan, pero, por encima de todo, me gustan las personas que hacen lo que dicen». Pues eso. La coherencia es el camino más corto hacia todo lo bueno. Y a ella hay que agarrarse, como hacen los juncos cuando les embiste el viento, doblándose una y otra vez y volviendo, gracias a su fortaleza, a su posición original. No en vano están bien sujetos a la tierra desde la raíz porque saben que, siempre, es posible renacer.