En el imaginario de mi adolescencia aparece un rey herido que quiere cambiar todo su poder por un caballo, mientras un bosque avanza para devorarlo y dar justicia a sus traiciones. Aprendí a entender la monarquía a través de las grandes tragedias de Shakespeare, con lo cual, la vieja divinidad de los reyes quedó engullida en el laberinto de sus pasiones oscuras, y sus ambiciones y soberbias, en la lucha humana por el poder en la oscura sombra del destino. Superé nuestra condición inferior en el nacimiento de un orgullo plebeyo, que poco a poco, fue creando los grandes principios de la dignidad y la bondad humana. El verdadero honor, la valentía, la solidaridad, la justicia eran principios que nacieron plebeyos para arrollar al absolutismo monárquico y resolver ese anacronismo que es la aristocracia. Unos les cortaron la cabeza cegando las sucesiones sanguíneas. Otros les permitieron evolucionar desde el sumo poder a una huera representatividad que en nuestros tiempos sobrevive por su atracción mediática. La capacidad de crear el más grande espectáculo retransmitido por cientos de televisiones, generando avalancha de opiniones, que al cabo para nada sirven, es la naturaleza de la monarquía moderna. Esa arrogancia que brota de la conciencia de poder hoy brota de la conciencia de sobrevivir y explotar hasta el fondo que forman parte de una historia muerta.
Cuando el panzudo Falstaff se acerca al rey Enrique IV recién coronado, creyendo que se acerca al Príncipe Hal con el que había tenido noches de borrachera, y le dice: «¡Dios salve a Tu Gracia, rey Hal, mi rey Hal! ¡Los cielos te guarden y te protejan, realísimo hijo de la fama!». El rey le contesta: «Milord Justicia Mayor! ¡Interpelad a ese majadero! No te conozco anciano». Shakespeare escribe de esa lejanía que, aún hoy, significa la aristocracia, nacida en la antigua Grecia por hombres inmunes a las tentaciones, llenos de desinterés, virtudes aplastadas después con una crueldad distante.
El diálogo entre tradición y modernidad se desarrolla en el escenario de un reality show del siglo XXI, un parque temático gigantesco en el que la ficción es realidad. El rey real, Carlos III, en una superproducción de Hollywood se sienta en un trono medieval apoyado en la llamada piedra del destino, que se usó en la coronación de Eduardo I en 1296.
Vi a trozos esa escenografía repleta de oro, diamantes, coronas, túnicas, carrozas, el boato más abundante y estridente, comparable a un eclipse solar o a la llegada de un cometa. En estos casos, al menos existe un fenómeno natural, pero esta pompa, este Monarchical Park, es solo artificio. Es el estallido de los brillos del lujo para deslumbrar nuestros ojos plebeyos con algo que murió en la oscuridad de los tiempos.