Daniel Rojo

Atolladero

Daniel Rojo


El último refugio

21/10/2023

Las ciudades, como todo lo que crea o toca el ser humano, son lugares de pura contradicción donde se representa cada día, como en un gigantesco corral de comedias del Siglo de Oro, lo peor y lo mejor que llevamos dentro. Hay enclaves urbanos que amplifican con enfermiza potencia la ansiedad y el estrés de quienes transitan frenéticamente por ellos, cabezas enterradas en los móviles, como hormigas en fila o corderos camino del matadero; escenarios de postal donde la arquitectura, antigua o moderna, y la vegetación se unen en armónica sinfonía de proporciones áureas; esquinas oscuras y peligrosas que nos recuerdan -como escribe Pérez-Reverte- que el mundo, también en el democrático y constitucional Occidente, es «un lugar hostil plagado de hijos de puta»; y rincones para la calma y la tranquilidad, que le reconcilian a uno consigo mismo y con quienes le rodean. 
Estos últimos, que a menudo pasan desapercibidos para quienes recorren la ciudad con prisa y ojos que miran sin ver, son mis favoritos. Y en Valladolid, lo suficientemente grande para algunas cosas y lo suficientemente pequeña para otras -una contradicción más-, tenemos unos cuantos, afortunadamente. Los más bellos se esconden en el casco antiguo, como «diamantes en bruto» a lo Aladino de Disney, esperando a que los peatones, los paseantes o, si nos ponemos pijos y posmodernos, los 'flâneurs' los saquemos brillo. Porque a estos lugares, seamos sinceros, nunca se llegará en coche, aunque puedas aparcar al lado. Están hechos única y exclusivamente para quienes tienen tiempo y ganas de paladear la ciudad -a Valladolid la estación que mejor le sienta es este otoño que acaba de empezar- mientras desgastan la suela de sus zapatos.
Desde mi infancia, no sabría decir el porqué, uno de esos lugares mágicos para el disfrute y la tranquilidad, con un toque de melancolía, es la plaza del Salvador. Quizá sea por la cercanía del pasaje de Gutiérrez, decrépito entonces, a comienzos de los 80, cuando lo visitaba con mi abuela para comprar bacalao seco a la salida del también vecino colegio de La Salle. O por la hermosa torre de ladrillo de la iglesia que da nombre a la plaza. O por sus librerías… Lo que sí puedo decirles es que todas esas cualidades se han intensificado desde el pasado abril, cuando mi amigo Pablo Blow, 'el barbas', se asoció con Mesetarios para abrir un santuario consagrado a los amantes de la cerveza en una de las mitades de este colmado. Acodado en la mesa pegada al ventanal, con la torre de la que les hablaba enfrente y una cerveza en la mano -de las de verdad, claro, no de las industriales que tienen de cerveza solo el nombre-, he hecho de ese lugar una trinchera desde la que ver pasar la vida y charlar, de cualquier cosa, con Pablo y Miguel.
Este curioso matrimonio empresarial -ellos prefieren llamarlo todavía noviazgo, están empezando a quererse…- funciona porque a ambos, aunque de generaciones diferentes, les une la misma filosofía: hacer bien las cosas, creer en lo que tienen entre manos y saber transmitírselo a quienes, como yo, pasan por allí para algo más que tomar una cerveza o comprar un producto gourmet. A ello contribuyen la calma que transmite Mercedes, mientras prepara paquetes con la misma delicadeza que podaría un bonsái, y la sonrisa eterna en los ojos de Isabela, más efectiva que cualquier ansiolítico de esos que tragamos como gusanitos en este siempre feliz y productivo siglo XXI, donde todos cumplimos objetivos laborales con una sonrisa en los labios mientras montamos, gozosos, el cartón piedra de la siguiente pamema que colgaremos en Instagram.
Lo que ofrecen Pablo, Miguel, Mercedes e Isabela es justamente lo contrario. Realidad. Verdad. Un lugar donde «el tiempo se puede detener», como cantaba Nacho Vegas; que no es poco a estas alturas de la película, en la que los 'especialistas en nada' que controlan nuestros destinos -o lo intentan- siguen insistiendo en hacernos creer que el paraíso tiene nombre de centro comercial, cuando hace ya más de 40 años que George Romero nos dejó claro que esos lugares son únicamente la guarida de los zombis.
Mi paraíso, en cambio, se parece más a ese ventanal con la torre del Salvador al fondo, en el que me gustaría hacerme viejo mientras veo crecer a Nuño y Daniela y disparo, bang, bang, bang, los cartuchos que me queden desde mi último refugio, a lo Humphrey Bogart, contra los desventurados que se acerquen con la intención de perturbar la paz del final de mis días.