La ribera del vino

Ernesto Escapa
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Puente de Olivares de Duero. - Foto: Ernesto Escapa

La orilla derecha del Duero perdió realce al decaer el Camino de Aragón, que iba por estos pueblos y empezó a arruinarse por el derrumbe de los cortados de Peñalba. Por esa orilla llegó todavía Fernando el Católico, que venía de tapadillo a la boda en Valladolid. Luego la carretera y el ferrocarril optaron por la otra orilla, sobre la que a veces también se cierne el trazado de la autovía congelada. El puente sobre el Duero dio a Olivares y Quintanilla una notable importancia estratégica, como punto de comunicación entre ambas riberas. Veinticinco años después de su boda, los Reyes Católicos concedieron permiso para construir un paso franco de cal y canto, libre de pontazgo y otros derechos. Entonces Quintanilla gestionó los permisos preceptivos, pero no logró la participación en la obra de los demás núcleos favorecidos por ella. Así que el proyecto quedó en suspenso. Noventa años después, Carlos I autoriza la construcción de un puente de seis arcos y en 1583 ya están trabajando dos arquitectos de renombre; uno a cargo de Quintanilla y el otro de Olivares: Juan de la Vega y Francisco del Río, respectivamente. Lo remató, por fallecimiento del segundo, Felipe de la Cajiga.


Olivares de Duero fue villa cercada en cuya fortaleza puso a buen recaudo el monarca Juan II un codiciado botín. En sus alrededores se han localizado asentamientos vacceos y una villa romana. El puente la convirtió en travesía del Camino de los Aragoneses, que a partir de entonces pierde buena parte de su uso. Fue villa de artesanos tejedores y señorío del conde duque de Olivares. La finca de La Quemada, que está en su término, pasó a ser sitio real con Felipe III, que la adquirió en 1605 porque promediaba la jornada entre Valladolid y las posesiones de su valido en La Ventosilla, que lo tenía engatusado con los naipes. Felipe IV la vendería cuarenta años más tarde. Su iglesia dedicada a San Pelayo es un edificio gótico de tres naves cubiertas con vistosas bóvedas de crucería. El retablo mayor, una joya del primer tercio del XVI, combina 51 tablas pintadas por Juan de Soreda con esculturas de Alonso Berruguete (el Calvario) y de la órbita de Felipe  Bigarny: San Pelayo y la Asunción. Se articula en una arquitectura de reluciente plateresco con tres cuerpos más predela y ático. Semejante despliegue acoge seis tablas con la vida de San Pelayo y el resto dedicado a personajes y escenas del Antiguo y Nuevo Testamento, desde los profetas a la Resurrección. Una casona del dieciséis, que fue residencia de jesuitas, venta y cuartel, alberga la bodega Renacimiento.           

                 
La humildad del caserío de Valbuena de Duero dice poco en comparación con el empaque de su nombre, que significa valle bueno y cuya vitola pregona una prosperidad de siglos. Apenas un arco de la muralla retiene al viajero. Pero guarda la sorpresa de su isla en el río, recinto de antiguos prodigios. Valbuena es cabecera del más hermoso de los monasterios del Duero y, seguramente, la insignificancia de sus casas de adobe y ladrillo tiene que ver con la colonización de este tramo de la ribera, un dominio monástico que se prolongó hasta mediado el siglo diecinueve. Luego, los Ibáñez de Liérnagues, que alcanzaron por vía pontificia el marquesado de Valbuena de Duero, anduvieron como tantos otros hidalgos montañeses a menudo en aprietos, de manera que su primer cuidado no fue construir nuevos palacios, sino liquidar los lotes monásticos para ir tirando. Y así lo hicieron, echando a rodar de mano en mano granjas, pesqueras, montes y aceñas. Valbuena, a causa de los atractivos de su entorno, suele pasar inadvertida: apenas se registra, de paso hacia el monasterio, el arco que abre la plaza, vestigio de la antigua cerca. A su lado, la parroquial de Santa María del Castillo parece menos de lo que es. Los arreglos del dieciocho no le hicieron ningún favor a su aspecto externo, que no permite imaginar la armonía interior de este templo, que combina con gusto elementos originales del gótico tardío y decoraciones barrocas. Donde el tránsito de siglos chirría gravemente es en su torre, recrecida en ladrillo para aupar sobre la cabecera un reloj inservible, cuya esfera lleva tiempo hecha trizas. En el interior destacan el retablo mayor renacentista, una parte de la sillería del monasterio y varias imágenes de mérito. Sin embargo, ni rastro queda de un par de cuadros catalogados entre la mejor pintura española del dieciséis. Tampoco se conoce el paradero de las piezas más notables de su tesoro de orfebrería. 


En la salida hacia San Bernardo, se ve a la derecha la ermita de San Roque, que tiene adosado el frontón. Una intervención reciente recreció la cubierta, cambiando su escala. Ante la ermita se alza una cruz de piedra, también de 1792, y a su lado el antiguo camposanto y el marcador de latón del trinquete. Pero este atisbo de melancolía se combate con una mirada al anillo agrícola de Valbuena, pionero en cultivos tan diversos como los olivos, la remolacha o el viñedo, y con la visita al monasterio rescatado del abandono. El monasterio, que es visita para otro día, se refugia en la ribera fluvial, aunque se atisba desde la carretera.

El conjunto urbano de Pesquera de Duero constituye un homenaje a la fertilidad de la ribera. Un arco del diecisiete anuncia el paso a la plaza Mayor porticada. De la misma época es la iglesia de San Juan Bautista, obra de Juan de Nates, que se quedó con una de las dos torres inacabada. Además, cuenta con varias ermitas, con un singular barrio de bodegas ubicado a recaudo de las crecidas del río y con un buen conjunto de edificios civiles, algunos de ellos adornados con heráldica. El humilladero luce sobre su doble entrada un vistoso Descendimiento con la fecha de 1629. Nuestra Señora de Rubialejos es un edificio barroco emplazado entre viñas que, por su monumentalidad, más parece santuario que ermita.

Toma su nombre del cascajo rojizo de la ladera, hasta la que sube un vía crucis de piedra. En la pendiente del páramo, Piñel de Abajo se asienta sobre una leve loma que mira al Duero. Piñel de Arriba aparece rodeado de tesos entre los que discurre el arroyo Madre y su traza hace pensar en un pasado cercado, como fortaleza de vigilancia. Roturas  es un pueblo pequeño y con mucho encanto, situado en terreno conquistado al monte.