Manu Leguineche

Antonio Pérez Henares
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El gran reportero que le pagaba el alquiler de la casa al gato

Manu Leguineche

El primero en proponerme escribir opinión fue Manu Leguineche, cuando él ya era leyenda. Para llegar entonces a la columna había que llevar mucha mili periodística y tener un cierto y previo bagaje conseguido en redacciones, calle y fuentes, y haber empatado al menos algún gran reportaje y dado alguna exclusiva, de las de verdad, que ahora eso le llaman a lo que venden quienes viven de exhibir casquería de sus bajos. Manu me fichó para su agencia, Fax Press, en la que se había embarcado con varios compañeros, me parece que Pilar Cernuda fue de las primeras en hacerlo. Ahora, con pasar dos veces por una sala de maquillaje televisiva ya te dan el diploma de columnista de postín y otros cuantos del mismo pelaje y te llenan de babas en el Twitter.

Para mí fue todo un premio aunque al principio no me pagara nada y luego, muy poco, pero compensaba el verse uno firmando en no sé cuantos periódicos de los que me enviaba copia para que la vanidad cubriera la falta de panoja. No me quejé entonces y no me voy a quejar ahora. Le estuve por siempre agradecido. Y encima nos hicimos amigos.

Con el tiempo acabamos emparentados por parte de perro, ambos éramos cazadores de a pie y a rabo. Mi bretón, que tiene libro publicado, El diario del perro Lord, y un hermano suyo de camada se los ganamos a Enrique, el de Luzaga en su bar Los Morales. La partida se jugó cuando su perra, un portento, estaba preñada, y la apuesta si ganábamos eran dos cachorros suyos, uno para Manu y otro para mí. Un día él me llamó desde Belgrado, cuando iba a bombardear la OTAN y me dijo «Ve donde el Morales, que ya ha parido su bretona y apartas los dos nuestros que sí no andamos listos nos quedamos sin ellos».

 Me presenté en el bar e hice el reclamo. Enrique sorprendido me preguntó «¿pero cómo se ha enterado si lleva tiempo en una de esas guerras por el extranjero?». 

«Pues no sé cómo, pero ¿a que ha parido la perra?».

Aparté los dos perretes, el guarín, el más chico, así me lo había pedido, para él y el más mostrenquete, bautizado como Lord Jim para mí, Dieciséis años vivió conmigo. 

Se lo debo a haber jugado aquel día con él de compañero porque en contra no le gané en vida. Tenía hasta un libro escrito sobre el juego. Alguna vez en su casa de Brihuega, en alguna ocasión llegué a llevarle dos partidas de ventaja, pero me tenía sentado hasta el amanecer hasta que por lo menos me empataba. Y no es que yo pugnara por irme, que tampoco.

Le conocí cuando ya había cubierto muchas guerras y dado la vuelta al mundo dos veces. Yo empezaba en el periodismo y él iba a la par con Miguel de la Quadra, que fue siempre muy amigo suyo, como lo fue de otro grandísimo viajero y escritor como él mismo, Javier Reverte, a quien debemos no solo buenos libros sino haberle plantado cara a Hacienda y a la persecución a que nos sometió Montoro y que con sufrimiento, le cascó una multa de alivio, y perseverancia consiguió que hoy se puedan seguir cobrando derechos de autor ademas de la pensión a la que podemos tener derecho tras años de cotización. 

A Manu le pasó como a Miguel, que se quedó sin el Príncipe de Asturias de la Comunicación porque en este caso los capullos del jurado, lo digo con toda la mala leche por si alguno se da por aludido, decidieron dárselo a Google.

Manu era de un pueblecito de al lado de Guernica, Arruza. Era, y el de verdad y no como lo que lo dicen ahora, un vasco ciudadano del mundo, muy viajado y como decía Baroja curado de sarampiones nacionalistas.

Antes de encontrarnos por la Alcarria, donde se compró primero una finca en un monte cerca de El Cañizar, para después trasladarse a la casa de Brihuega, me lo topé un día por Argentina, debió de ser cuando ya se había acabado lo de las Malvinas y me propuso irme con él hasta la Patagonia. Iba a seguirlo pero me llegó un cable de mi periódico diciendo que debía regresar de inmediato porque me nombraban redactor jefe y en vez de tirar para Tierra de Fuego me dio un ataque de responsabilidad y me volví a España. En mi pecado llevé mi penitencia. Tardé 15 años en poder ir a aquel lugar que tengo entre mis favoritos del planeta y eso gracias a que De la Quadra se compadeció de mí y me llevó en 1998 al último Camel Trophy con todoterrenos. 

Manu, en llegando a la Alcarria, se arregosto tanto a ella, y acabó por ser el alcarreño más querido por los alcarreños, a lo mejor por haber nacido vasco y no ser nativo de la propia Alcarria. 

En su casa de Brihuega, en la muralla medieval, que fue escuela de gramáticos y con el tiempo vivienda de un amor platónico de Juan Ramón Jiménez, Margarita Pedroso, que no le hizo al poeta caso alguno y se casó con un príncipe húngaro muy guapo y rico, Leguineche vivió la última parte de su vida y entre El Tejar de la Mata (el Cañizar) y allí escribió el que es mi libro favorito entre tantos muy queridos: La felicidad de la tierra, aquel que comienza diciendo «El verdadero dueño de la casa es el gato, nosotros nos limitamos a pagarle el alquiler». 

En la Alcarria fue feliz, cuando estuvo bien de salud y la compaginaba con estancias en los mares de Almería con Javier Reverte, que al final le alcanzaron las enfermedades y le tenían que llevar en silla de ruedas. El vivió amando la vida hasta el ultimo momento que pudo vivirla. 

Todo el mundo hablaba bien de él, todos parecían quererle y muchos le querían, pero él sabía que algunos, no. Y me advertía, en aquellos tiempos en que Cela plantó sus reales en la vega de Guadalajara a orillas del Henares y recibía junto a Marina a muchos notables, de quien había de guardarse y me aconsejaba al respecto. Con el tiempo descubrí que sabía coger las matrículas. No era extraño. Era mucho lo que había vivido.

Fue, sobre todo, un reportero. Un grande, un jefe de la tribu de aquella especie hoy extinta. Cuando le preguntaron en Vietnam si creía en Dios, respondió: «Yo soy reportero, y Dios solo existe para los que escriben editoriales». Compartía con Kapucinski el que un reportero tiene que ir, ver y contar las cosas. Y también dar voz a los que no la tienen. Eso es el periodismo: el intento de veracidad, aunque sea la veracidad subjetiva de cada uno. Y eso se ha perdido hasta en los propósitos.

Solo lamento no haberle ido a ver muchas más veces y haberle llevado más cangrejos de los buenos que tanto le gustaban. Siempre regresaba mejor de espíritu de lo que había ido. Hubiera seguido aprendiendo de todo. 

Me decía que la timidez le persiguió de por vida, sobre todo ante las mujeres. «Es que yo he sido muy tímido y para quitarme la timidez me bebía dos botellas de Rioja». Y porque le gustaba y así tenía excusa. No se casó nunca pero no dejó de tener éxito con algunas de las mujeres más bellas e interesantes de su tiempo. En España fue conocido su idilio con Rosa María Mateos y cuando años después tras haberlo dejado ella le preguntó en una entrevista en televisión cual había sido el día más importante de su vida, él contestó en directo: «El día que te conocí». ¡Joder con el tímido!

Supe de otro de sus amores y por un tiempo su amante por esos mundos, por algo que yo guardo ahora como un tesoro. Tras su muerte, su hermana Rosa me dio un legado suyo, que me había dejado expresamente. Una caja de madera lacada, vietnamita, muy hermosa y exquisitamente decorada. A él se la regaló quien fue grandísima periodista, que advirtió de lo que nos esperaba con el integrismo islámico y que fue de las primeras en ser tachada de fascista, Oriana Fallaci.

Manu fue un gran reportero, un extraordinario periodista, porque era aún mejor persona. Consideraba que un cínico no puede ser un buen periodista. Eso me enseñó y lo hago mío.