La columna de los leones

Ernesto Escapa
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Bolaños de Campos

Bolaños de Campos.

La joya de Bolaños de Campos es el rollo de justicia, que alza su gótica estatura sobre una grada circular de cinco peldaños. En su remate, cuatro cabezas de león marcan el dominio del poder señorial sobre los puntos cardinales de una tierra sin horizontes. Bolaños se acomoda en una leva mota a la izquierda del Valderaduey, que es la única orilla del río poblada entre el puente romano de Becilla y Villalpando. Esta predilección tiene que ver con el leve resalte del terreno, que a ese lado protege las casas de las estacionales avenidas del río. Si uno mira su cauce domesticado, donde a menudo los carrizos no dejan ver el lecho de agua, parece imposible que el Valderaduey tenga esos brotes de fiereza, que han llegado a arruinar las casas bajas de tantos pueblos. Pero así ha sucedido y la memoria de sus arremetidas sigue inquietando los insomnios de la gente mayor.  

Por su derecha, el Valderaduey recibe, a la altura de Bolaños, la afluencia del arroyo de la Fonseca, que se forma con la unión del barranco de Grañeros y del arroyo de la Matilla. El primero se nutre de las cárcavas del Teso de San Vicente y el segundo recoge las escorrentías del Loncillo. Ese encuentro fluvial se arropa de arboleda que cobija una zona recreativa en la salida hacia Valdunquillo.  

El corro del Palacio, que es la plaza de Bolaños, induce al visitante hacia la perplejidad. Una casa moderna solapa los muros supervivientes del castillo medieval que protegió esta frontera entre León y Castilla. También la parroquia de Santa María se resiente de los adosados que desfiguran su estructura y que consiguen que parezca mucho menos de lo que es. En su interior, un coro renacentista exhibe en la baranda una profusa decoración de medallones con bustos de reyes y personajes bíblicos. La balconada de los bustos se apoya sobre un espléndido artesonado de casetones hexagonales. Se trata de una auténtica joya de fines del siglo dieciséis, tan hermosa como bien conservada.   

El interior de Santa María no tiene muchos más alicientes para entretener la visita. Pero sí guarda una sorpresa distraída en un retablo de la derecha: la imagen de San Fernando, el rey que unió las coronas de León y Castilla. Es el patrono de las fiestas grandes del pueblo y la tradición pretende que naciera en la granja de La Barraca, que está camino de Villavicencio. En realidad, la pretensión es más alta y ambiciosa, ya que supone que en ese lugar estuvo el monasterio de Valparaíso, situado en la zamorana Tierra del Vino.

En aquel tiempo Bolaños fue una villa muy disputada, como testimonian los restos de su castillo. Pero no es el único vestigio de un pasado pujante. El cauce del Valderaduey ha sido testigo de remotos asentamientos, desde el Neolítico a la colonización romana, según acreditan los hallazgos de don Eugenio Merino, padre de la arqueología terracampina, que era del cercano Villalán. En la toponimia de la zona, el nombre del regio caserío oscila entre La Barraca y La Berraca, quizá por su dedicación antigua a la cría de ganado bravo.

Hasta mediado el siglo veinte, a los vecinos de Bolaños les llamaban gallegos, porque las tierras de su término eran propiedad del marqués de Sotomayor y en los meses de faena se veían obligados a contratarse por Campos como segadores a brazo. El marquesado de Sotomayor entronca con los Camarasa y agrupa otros marquesados, como Gelo o Aulencia. En esta rueda de títulos, las posesiones de Bolaños fueron a parar a los Aulencia. Como el marqués murió en su exilio de Biarriz durante la Segunda República, la marquesa viuda, que se llamaba Fernanda Moreno de la Serna, dejó las tierras para los hijos del pueblo. El reparto de aquel legado no debió de ser fácil ni pacífico. Todavía años más tarde seguían los litigios entre los agricultores. La marquesa hizo las escuelas que llevan su nombre y mantuvo siempre bien nutrida su panera, que estaba al lado del castillo. Del castillo queda un teso de barro taladrado por bodegas, que conserva en las esquinas muñones de sillería. Estos vestigios apenas permiten imaginar cómo sería en aquel tiempo en que los reinos dirimían su frontera por estos parajes diáfanos.

La gente fue haciendo acopio de sillares para las puertas y dinteles de sus casas o bodegas hasta dejar sólo los bloques de las esquinas. Detrás de un edificio moderno de ladrillo emerge un robusto cubo de sillería que sirve de apoyo a la casa de adobe vecina. A su vuelta asoman los arcos de ladrillo que la gente identifica con el palacio. Es posible subir a la cima del teso, donde se agrupan los derrumbes de las sucesivas construcciones. Desde aquí se aprecia tersa la espadaña de San Miguel, un antiguo templo rescatado del abandono para centro social y de actividades culturales. Se ve la portada gótica adornada con una cornisa de bolas y la espadaña de sillarejo, mientras el resto de los muros crece con ladrillo, tapial o adobe sobre un zócalo de piedra. La escalinata de acceso es reciente.

Aunque en origen rollos y picotas tenían funciones distintas, desde el siglo dieciséis los símbolos jurisdiccionales fueron utilizados también como picotas de castigo, incorporando un garfio en el remate del rollo. Según las Partidas del rey Sabio, en la picota se ponía en deshonra al delincuente, después de haberle azotado, «haciéndole estar al sol, untado de miel, porque lo coman las moscas». El rollo toma el nombre de su forma redonda y se asienta en un pedestal colocado sobre las gradas.

El de Bolaños remata en cuatro cabezas de león, que indican la proyección del poder señorial hacia todos los puntos cardinales. El más  hermoso de los rollos españoles es el de Villalón de Campos. El siglo diecinueve fue inclemente con estos símbolos del Antiguo Régimen y en sucesivos decretos de 1813 y 1837 se ordenó su eliminación. Felizmente, tampoco en este caso la obediencia fue generalizada. La provincia de Valladolid conserva seis, de los cuales cuatro están en villas de Tierra de Campos: Aguilar, Bolaños, Mayorga y Villalón. A los que se suman los de Curiel y Simancas.