El arte de cocinar la carencia

Agencias-SPC
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La guerra y la posguerra impulsaron un ejercicio de ingenio en los fogones del país

El arte de cocinar la carencia

En plena escalada de precios de los alimentos, los antropólogos David Conde y Lorenzo Mariano echan la vista atrás en Las recetas del hambre, una «oda a la imaginación» de las generaciones de la guerra y la posguerra que cocinaron lo que parecía incomestible y dejaron huella social. Así fue en unos tiempos en los que el café se sustituía por archicoria o cebada, unas hierbas (lenguazas) se convertían en boquerones de secano fritos, las piñas del pino piñonero se cocinaban al aguasal y las algarrobas y almortas protagonizaban guisos en los que un hueso de jamón atado con un cordel se alquilaba casa por casa para dar un poquito de sabor a los caldos.

Se comieron galápagos, lagartos, culebras, ratas, cigüeñas o gatos, aunque los autores reivindican especialmente la imaginación de las mujeres que ejercían «bricolaje culinario» para alimentar a sus familias con una despensa escasa, como la tortilla de patatas sin papas ni huevo, hechas a base de cortezas de cítricos y una especie de gachas.

Con Las recetas del hambre apelan también a la «frágil memoria» ante el desperdicio que durante años se evitó con múltiples elaboraciones. «La obra contiene varios mensajes, desde mostrar cómo se vivía entonces a una moraleja contra el despilfarro alimentario, porque no debemos olvidar ese pasado», manifiesta David Conde.

Los platos se rebañaban y la Sección Femenina promulgaba el aprovechamiento en su Manual de cocina, había peleas por las mondas de patatas y el poco pan disponible que se quedaba duro se transformaba en migas o ingrediente de sopas porque nada iba a la basura y todo lo posible a los estómagos.

Los dos autores recogen testimonios, ilustrados por José Carlos Sampedro en este libro publicado por Crítica, de cómo se capeó «el temporal del hambre» que asoló el país desde la Guerra Civil hasta, datan los antropólogos, la derogación del régimen de racionamiento en 1952.

Aquellos que relatan la muerte «por necesidad y hambre» de sus familiares, de quienes desenterraron animales desechados por enfermedades para comer carne, de los que se atrevieron a «experimentar con plantas» que en algunos casos resultaron venenosas, de los que no pudieron evitar las arcadas ante lo que se presentaba en el plato.

O de los que se contentaban con «oler comida» cuando se guisaba en casas ajenas o llegaba materia prima a las tiendas: «Iba con frecuencia a una tienda de comestibles que se llamaba Mariciano. Entraba por una puerta y salía por la otra con toda la parsimonia que podía para disfrutar del olor al jamón y a chorizo».

Época de argucias

Fueron años de estraperlo, con los cachos de pan escondidos bajo las faldas, que parieron recetas que el extremeño David Conde recuerda con especial cariño, como los polvorones de bellota en sustitución de la almendra, «malos y duros» pero un recurso imaginativo para celebrar la Navidad, o todas aquellas que intentaron emular el pan de trigo con patatas, altramuces, castañas o bellotas. Una época dominada por el lema «la imaginación al poder» en la cocina recogida en recetas que, «a diferencia de las que persiguen la excelencia del producto, la estética sublime o un sabor glorioso, gritan la pérdida, lo defectuoso».

La sopa de caballo cansado que en Pontevedra se elaboraba con pan de centeno, azúcar y vino tinto; la morcilla patatera extremeña a base de grasa de cerdo y patatas; el gazpacho de amapolas castellano o las patatas a la tristeza en múltiples regiones fueron las estrellas; pero también elaboraciones que se han incorporado al recetario tradicional como los espárragos trigueros, las collejas, el cardo o la escarola.

Esas generaciones dejaron «el poso del hambre» en las posteriores, indica Conde: abuelas con alacenas llenas, platos rebosando en los que no se podía dejar nada, besos al pan que se caía al suelo y jamás se tiraba. «Gestos que vienen de una carencia extrema», recuerda para que no caiga en el olvido.