En noviembre, el Gobierno logró aprobar, no sin grandes críticas y algunas cesiones, un tercer estado de alarma de seis meses -hasta el 9 de mayo- que, para doblegar la curva del Covid, establecía restricciones a la movilidad con cierres perimetrales, toque de queda nocturno y límites numéricos a las reuniones y que, según dice ahora el ministro Illa, es "lo que otros países llaman confinamiento". (El uso perverso del lenguaje, en el que los políticos son maestros, permite que no llamemos confinamiento a lo que lo es o que digamos lo contrario cuando nos interesa).
El estado de alarma tenía dos matices importantes más: en primer lugar, se delegaba en las comunidades autónomas el cumplimiento efectivo de estas normas, que, teóricamente, podían modificar si lo estimaban oportuno. Ya se ha visto que no era así y ahora Gobierno y autonomías andan peleándose, incluso en los tribunales, por alargar o no un par de horas el toque de queda en lugar de fijar criterios comunes, acelerar las vacunaciones y resolver los problemas reales.
La otra medida del tercer estado de alarma es que el presidente no tiene que acudir cada quince días al Parlamento para explicar la situación, pedir la prórroga -un duro trabajo- ni, por tanto, a explicar las razones para hacerlo o escuchar las críticas a su gestión.
Después de los dos primeros confinamientos duros, el verano trajo una cierta relajación, pero las consecuencias fueron dispares. La "invasión" de los madrileños - y supongo que no solo de los madrileños-, el aumento de la actividad social y lúdica, el reencuentro de las familias no produjo ese nuevo desbordamiento de contagios. Unas semanas después, ya sin poder echar la culpa al "efecto Madrid", los casos empezaron a crecer de forma elevada pero desigual en muchas comunidades autónomas y en muchos países europeos.
Y el aumento o descenso de los casos no se correspondió casi nunca con las medidas más blandas -reanudación de la actividad económica, cierre de zonas sanitarias- o más duras -cierres perimetrales duros o de fronteras-, sino que se produjeron casi de forma caprichosa, sin que los expertos lo hayan explicado. Quizás ni ellos lo saben.
Ante el nuevo rebrote, la nueva mutación del virus y la llegada de los puentes y sobre todo de las Navidades, el Gobierno alertó de lo que se nos venía encima, pero consintió la relajación, aprobó ese tercer estadio de alarma y reiteró, día tras día hasta hoy, sin ningún argumento científico o técnico y sin criterios objetivos, que no es necesario un nuevo confinamiento domiciliario. Muchas autonomías lo reclaman, pero el Gobierno lo rechaza, tal vez porque tiene puestas sus esperanzas en los efectos "políticos" de la vacuna y no se atreve a dar la puntilla definitiva a una economía muy maltrecha.
Hoy, en una tercera ola fuera de control, con récord diario de contagios, la incidencia acumulada disparada, un número de muertos elevado, los hospitales y las UCI en riesgo de saturación, con operaciones suspendidas y los profesionales sanitarios, de nuevo, al límite, la culpa siempre es de los demás. El Gobierno, que renunció al mando único, está facultado para asumir poderes extraordinarios y el presidente para ir al Congreso a reclamarlos o a explicar su posición. No lo han hecho. Se trata de aparentar que se hace algo, aunque no se haga nada. Ni siquiera se ha emprendido esa auditoría externa y rigurosa, imprescindible, que nos diga que hay que cambiar.
¿Es imposible saber qué se ha hecho, qué se ha hecho mal, que se pudo hacer mejor o qué se puede -se debe- hacer mejor? En las empresas hay sistemas de rendición de cuentas y de cumplimiento de objetivos, uno de cuyos factores indispensables es la transparencia y la unidad de criterios. En las democracias serias -no parece nuestro caso-, también. Y de eso depende la confianza en las instituciones. Seis meses de estado de alarma, ¿para este desconcierto?