Parezca lo que parezca, ni el frío, ni el calor, ni siquiera la sequía son cosa de ahora mismo. Sí, ya sabemos que el franquismo en general se colgó del adjetivo «pertinaz» no sólo, claro está, para denunciar lo que era y es evidente: que en España y, salvo en el Oeste peninsular, llueve más bien poco, sino para, quizá, disfrazar los resultado económicos o incluso en el naciente malestar social. Sí, cierto, pero en 2005 resulta que hacía ya 30 años que se había muerto el general y la Agencia Nacional de Meteorología reconocía que la falta de agua, de lluvias, en suma, estaba provocando la mayor sequía de los últimos sesenta años. Fue ese 2005 un año de récords: por aquel 5 de marzo se registró también la más importante ola de frío desde hacía un cuarto de siglo. No les cuento el «gris que afeita el cutis en Castilla y León» porque los vecinos de mayor edad seguro que lo recuerdan con toda nitidez.
Se acordarán de que por estos pagos se empezó a visualizar un fenómeno sugestivo; de pronto, España se transformó por completo, y de país exportador de personas pasó a ser exactamente lo contrario. Tanto que en 2005, ya bien empezado el siglo XXI, se registró en nuestro país la gran regularización de extranjeros de la Historia: nada menos que más de un millón de foráneos decidieron venirse a residir en nuestro país, ya una tierra decididamente de acogida. Sucedió entonces que, bien contados en junio, estábamos por aquí exactamente 43.662.613 habitantes, casi un millón más que 12 meses antes. La emigración se convertía en un aliciente de trabajo, pero también en un inconveniente de adaptación que, mucho tiempo después seguimos observando para disfrute de unos y crítica de otros, los menos afortunadamente.
No había, en todo caso, año malo para la Ciencia. Ahora ya con perspectiva se puede afirmar -lo escriben los expertos- que la década inicial de este siglo ha sido sin duda la más frondosa en descubrimientos y avances de todo jaez. Les ofreceré sólo uno de aquel año: de repente supimos que se había descubierto la proteína que provoca la resistencia a la insulina y por tanto el desencadenamiento de la diabetes Tipo II, una patología que en España afecta a más de cinco millones de pacientes. Desde ese hallazgo, según sugieren los endocrinólogos, el tratamiento de la enfermedad se ha modificado muy sustancialmente. Un avance como ese nos tenía que haber servido para disimular las penas ya clásicas entre nosotros, por ejemplo la persistencia de las fechorías de la banda terrorista ETA que, sin embargo, intentaba pero no pudo matar en 2005. Y es que el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, estaba ya en otra guerra porque había decidido negociar abiertamente con los etarras, así que se armó de valor y se fue hasta el Congreso de los Diputados para pedir permiso -con cara compungida, eso sí- para entablar conversaciones con los asesinos, en Oslo, en Zurich o donde fuera. En mayo, el Gobierno obtuvo el correspondiente beneplácito parlamentario, y un grupito de funcionarios del Estado, presididos por el exministro y exfiscal general del Estado, Javier Moscoso, con el abogado Gómez Benítez de muñidor, se dispusieron a cambiar cromos con sus interlocutores, a pesar de que estos, por boca por ejemplo de un indeseable llamado Karpov al que Francia deportó a España, comunicó abiertamente que no estaban dispuestos a dejar de matar. Era solo un aviso sin recorrido, sus colegas ya estaban sentados en la mesa de negociación. No hay noticias de cómo sentó todo este proyecto a viejos y aguerridos gudaris de la lucha antiterrorista, pero algunos de ellos, mientras se producía el acercamiento con la banda entraban en la cárcel, caso del que había sido secretario de Estado de Seguridad, Rafael Vera, penado por malversación de caudales público, el delito que ahora ya ni siquiera cuenta en el Código Penal.
Eran momentos comprometidos en los que España se escapaba a propulsión a chorro de la endogamia, y se incorporaba a toda prisa a Europa, a sus instituciones, y… a sus fondos que llegaban generosamente para reconstruir nuestras carreteras e incluso para lo más prescindible: formar rotondas peligrosas en nuestras ciudades. Aquí, como digo, en España, se votó ampliamente la Constitución Europea: un 76,7 por ciento de la población la apoyó, probablemente sin saber de qué se trataba porque el interés fue mínimo: la participación ni siquiera llegó al 45 por ciento, se quedó en un pírrico 42 por ciento. Y justamente al tiempo en que nos incorporábamos de hoz y coz a la modernidad continental comenzaba en España a instalarse una ley controvertida; la de la Memoria Histórica, impulsada por el Gobierno de Zapatero que tuvo dos primeros impulsos, uno de los cuales francamente chusco porque, con luz, taquígrafos y televisiones a go gó se abrió en la provincia de Granada una fosa común en la que, según ciertos investigadores, estaban enterrados cientos de milicianos del ejército rojo. No era cierto: los huesos hallados en aquel lugar pertenecían a animales muertos. Pero la aplicación de la Ley seguía y en Guadalajara, sin que nadie lo pidiera realmente, fueron descabalgados de sus estatuas Franco y José Antonio de Rivera. Después ha venido todo lo demás.
Zapatero, incansable, llevaba a las Cortes la aprobación del matrimonio homosexual que, en opinión de sus promotores, iba a producir toda una pléyade de afectados/as dispuestos/as a pasar por el juzgado. No ha sido tal. Por cierto, una mera anécdota, la primera pareja de esa condición que se dijo el «Sí, quiero» fue la de dos señoras talluditas catalanas que, al salir ya como mujer y mujer, declararon a los medios arremolinados por la novedad. «Hemos estado esperando esto 30 años». Y la gente les dio la enhorabuena por la paciencia y la persistencia.
No aprobaba estas cosas la Iglesia Católica y menos aún el renqueante Papa Juan Pablo II que entregó su alma al Señor el 2 de abril. Fue un acontecimiento universal aquel entierro que reunió en Roma a más de cuatro millones de peregrinos. Más pronto que tarde el Cónclave de cardenales eligió sucesor en la persona de un defensor estricto de la fe, el cardenal alemán Ratzinger, Benedicto XVI, cuya vida pontifical se vio muy pronto destrozada por el escándalo de los abusos a menores dentro de la Iglesia. Más recogidamente se casaron, los dos en segundas nupcias, el Príncipe Carlos de Inglaterra y su novia de siempre, Camila Parker (La Princesa del Tampax la llamaban en Gran Bretaña). En España, el enlace se produjo con mucha luz porque, casi al tiempo de la boda, se declaró en Madrid uno de los mayores incendios que se recuerdan: el del Edificio Windsor. Su autoría sigue desconocida. Se habló incluso de sombras chinescas. Fuera, sin embargo, se despejó otra incógnita. ¿Recuerdan ustedes la famosa Garganta profunda del Watergate de Nixon? Pues fue descubierto su propietario, el traidorcete que filtraba a Woodward y Bernstein todas las guarrerías del presidente. Era nada menos que el número dos del poderoso FBI y atendía, quizá no era su verdadero nombre, por W. Mark Felt. Y una curiosidad final: en un programa de televisión, con este cronista como entrevistador, el famoso psiquiatra doctor Jiménez del Oso pronosticó: «Esta Monarquía (la británica) al lado de la nuestra será en el futuro una balsa de aceite». Jiménez del Oso acertó y se murió aquel mismo año. Se marchó abandonando su sempinterno cigarro, quizá convencido por la Ley Antitabaco que se aprobó en plenas Navidades.