P eleaba el sol por comenzar a alumbrar Madrid aquel 11 de marzo de 2004. Los registros recuerdan que en aquella jornada de un invierno que ya languidecía para dejar paso a la primavera, en la capital de España amaneció a las 7,32 horas. Apenas cinco minutos más tarde de ese instante, ese jueves dejó de ser una fecha más del calendario para convertirse en el día más triste de aquella ciudad «donde se cruzan los caminos, donde el mar no se puede concebir, donde regresa siempre el fugitivo», como cantaba Joaquín Sabina.
El infierno arrancó en la estación de Atocha con tres artefactos explosivos que volaron un convoy parado en la estación. No habían transcurrido ni 60 segundos cuando el pánico llegó a un humilde barrio de la capital, El Pozo del Tío Raimundo, en forma de otras dos bombas. Y, a la vez, tembló también la estación de Santa Eugenia. En la calle Télléz, a apenas 800 metros de donde se abrieron las puertas del infierno, el horror se reproducía en otro tren que esperaba su turno para entrar en Atocha.
El bullicio de un día normal en Madrid se transformó en un silencio triste, de dolor desgarrado, roto solo por el continuo ir y venir de ambulancias; de coches de Bomberos que trataban de controlar los fuegos que sucedieron a las explosiones; de los vehículos oficiales de las Fuerzas de Seguridad que intentaban poner orden en el caos; de taxis que transportaban heridos y familiares; y de unidades móviles de los medios de comunicación que intentaban explicar aquello que no tenía explicación.
Mientras, entre el horror y la tragedia, los vecinos de las estaciones afectadas lanzaban mantas desde las ventanas para ayudar a los afectados y se ponían a las órdenes de los servicios sanitarios, al límite de su capacidad en un día que nadie había soñado ni en sus peores pesadillas.