El monasterio de los Torozos

Ernesto Escapa
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Monasterio de La Santa Espina - Foto: Ernesto Escapa

El paisaje de los Torozos se compadece mal con el tópico de la Castilla ocre y plana. Tras la mota almenada de Urueña se esconden valles levíticos, donde los mozárabes protegieron sus iglesias y los monjes establecieron sus monasterios. Así, los cistercienses en La Espina, que toma su nombre de una reliquia de la corona de Cristo donada por la infanta doña Sancha y es uno de los cuatro cenobios que colonizaron en la Edad Media los Torozos. Los monjes escogieron la leve hondonada del Bajoz, ocupando uno de los parajes más hermosos de la comarca.

Una puerta monumental da acceso a los jardines que ocupan el antiguo compás. A su lado estuvo la portería, llamada en los documentos Torre de los Montaneros. Se hizo en 1574, a la vez que la hospedería, en cuyas trazas participaron Juan de Nates y Juan de Rivero. Quince años antes, el 28 de septiembre de 1559, el monasterio de la Santa Espina había sido escenario del primer encuentro entre el rey Felipe II y su hermano Juan de Austria, vencedor en la batalla de Lepanto. Todo este esplendor histórico y artístico resultó muy castigado por el incendio de 1731, que devastó la biblioteca y gran parte de las dependencias. Después del fuego se levantaron los dos claustros neoclásicos y la fachada del templo.

Monjes cistercienses. Las primeras obras del conjunto monástico corresponden a fines del siglo doce. De aquel momento apenas quedan la sacristía, una capilla rectangular situada en el brazo norte del crucero y la espléndida sala capitular, mientras sucesivas reformas alteraron el esquema original de la iglesia. La sala capitular, con los capiteles desnudos, es su recinto más hermoso. A su lado, el parlatorio da paso a la gran sala de trabajo, transformada en salón de actos. El siglo quince abrió en la iglesia la capilla funeraria de los Vega, de un gótico flamígero, mientras la capilla mayor es una espléndida obra renacentista, cuya nobleza realza el vuelo de su linterna ochavada. El actual retablo procede de la abadía de Retuerta. La capilla de la reliquia la diseñó Francisco de Praves en el siglo diecisiete y es un magnífico recinto clasicista. Más reciente, de los años cincuenta, es la capilla de San Rafael, donde está enterrado el ministro de Agricultura Rafael Cavestany, que estableció en el monasterio la Escuela de Capataces. La fachada barroca de la iglesia contradice la proverbial austeridad cisterciense.

El siglo diecinueve fue inclemente con el monasterio de la Santa Espina. La invasión francesa motivó su abandono y dio paso al primer expolio. Cuando volvieron los monjes, en 1813, había sido esquilmado el tesoro artístico, pero también su mobiliario y la cabaña ganadera, de la que no quedaba ni una oveja. Varios presbíteros y algún noble del entorno fueron señalados como principales instigadores del pillaje. A partir de entonces, el monasterio nunca llegó a recuperar su pasado esplendor.

Granja de La Santa Espina.Granja de La Santa Espina. - Foto: Ernesto Escapa

Las sucesivas desamortizaciones trocearon sus propiedades, siendo adquirido el edificio por el ministro de Hacienda Manuel Cantero en 1837, quien se vio obligado a cederlo en 1865 al marqués de Valderas. Su viuda, asistida en el trámite por el jurista Cipriano Rivas, abuelo de la mujer de Manuel Azaña, lo convirtió en sede de una fundación asistencial y docente, dedicada a las enseñanzas agrícolas, que encomendó a los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Este gesto le valió la concesión, el 24 de enero de 1886, del título de Condesa de la Santa Espina, mientras la Diputación la declaraba hija predilecta de la provincia. Durante la guerra civil, fue campo de concentración. El retablo original de La Espina perdió los grandes relieves renacentistas en alabastro ejecutados por el palentino Francisco de Giralte. Sus temas: La Anunciación, la Visitación, Jesús en el Templo y la Adoración de los Pastores. Localizados en París, a la altura de 1950, fueron adquiridos por el Estado y graciosamente depositados en el Museo Marés de Barcelona, aunque ya entonces el Museo Nacional de Escultura tenía su sede en Valladolid y el monasterio se recuperaba con una nueva etapa de obras de los desastres ocasionados por su uso como campo de concentración. A mediados de los cincuenta, se creó en La Espina una Escuela de Capataces Agrícolas, y en el valle, el poblado de colonización que lleva su nombre. La asociación Aperos del Ayer ha instalado en sus dependencias un Centro de Interpretación de la Vida Rural que rescata espacios y útiles tradicionales en fase de extinción.

La senda del Bajoz. A tres kilómetros del monasterio, aguas arriba, se encuentra el escondido embalse del Bajoz, hasta el que se llega en un cómodo paseo. Las aguas del Bajoz tienen fama de benéficas e incluso salutíferas desde la antigüedad. No como consecuencia de la bendición monástica, sino por su manantial de Castromonte, que de siempre ha ostentado esas propiedades. El embalse reguló su mínimo cauce y hasta que los lodos lo colmataron alimentó el sueño agrario de los nuevos colonos. Ahora es un lugar de júbilo para los pájaros.

De regreso al monasterio, el paseo se prolonga aguas abajo por la senda de los monjes hasta la granja. A los dos kilómetros impone su silueta un edificio monumental que se encuentra fuera de la cerca de piedra. El camino gira a la izquierda hasta bordear el muro de lo que fue la granja monástica. Un depósito, la alberca y algunos canalillos de riego testimonian el declive de aquel sueño agrario. El paraje guarda el encanto que concede la nobleza de estas construcciones monásticas. La granja es un auténtico palacio, que abre hacia poniente su mirador con cuatro arcos.