«Lo peor de dormir en la calle es el frío y la inseguridad»

Óscar Fraile
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Los usuarios del albergue municipal guardan historias cargadas de soledad, precariedad laboral y rechazo social

Miguel Arranz. - Foto: Jonathan Tajes

Miguel Arranz: «Lo peor de dormir en la calle es el frío y  el clima de desconfianza e inseguridad»

Miguel Arranz se ha visto obligado a hacer milagros para poder sobrevivir con los 430 euros que ingresa al mes por la Renta Garantizada de Ciudadana, teniendo en cuenta que paga 300 euros por la habitación en la que vive sin derecho a cocina. Es decir, le quedan 130 euros al mes para sobrevivir. «Tengo que ir al comedor social todos los días», asegura, además de aceptar la comida que le ofrece la asociación Asalvo. No es la primera vez que atraviesa un bache como este. Incluso llegó a estar peor y dormir en la calle. «Lo peor de esa situación es el frío y la inseguridad, porque hay gente que en lugar de echarte una mano, intenta aprovecharse de ti», dice. Empezó a trabajar con su padre en el campo a los ocho años y después ha pasado por multitud de oficios. Desde ser soldado profesional en el Ejército en Kosovo, hasta trabajar en la construcción y el sector de la logística, pasando por El Corte Inglés, hostelería y vigilancia privada. «Llevo cotizados 23 años», señala. Pero hace ya bastantes meses que se quedó en el paro y le ha sido imposible encontrar trabajo. Como quiera que no tiene ningún apoyo familiar, su situación ahora es más que delicada. «He estado casado 25 años y tengo dos hijos a los que no pude ayudar en su momento, así que un día me dijeron que yo había muerto para ellos y ahora se cambian de acera para no dirigirme la palabra», lamenta. Todas las mañanas se levanta y tiene que caminar 45 minutos para poder desayunar en Cáritas. Pero ahora al menos duerme bajo techo, porque no siempre fue así. «Me he visto durmiendo en la calle, menos mal que la asistente social del Ayuntamiento me habló del albergue», asegura.

Encarna Martínez: «Me he criado en la calle, no he tenido el cariño de mis padres ni de mis hermanos»

Encarna Martínez.Encarna Martínez. - Foto: Jonathan Tajes

La historia de Encarna Martínez concentra muchos de los problemas que hacen que algunas personas tengan que recurrir al Albergue municipal. Nació en Bilbao hace 58 años y desde pequeña sufrió el maltrato de sus progenitores, ambos ya fallecidos. «A los 19 años me echaron de casa», recuerda. Su infierno no acabó ahí, dado que las sucesivas parejas que tuvo también la maltrataban. Todo esto se suma a una delicadísima situación económica, ya que tiene una dispacidad del 70 por ciento que le ha hecho estar en tratamiento psquiátrico desde los 13 años y sus posibilidades de trabajar son escasas. Estos problemas económicos han hecho que la desahucien dos veces por impago del alquiler, aunque en la segunda de ellas Martínez sostiene que sí pagaba a la propietaria, aunque se empeñara en echarla. Por eso desde el año 2013 recurre a la asociación Asalvo, que le proporciona comida e incluso le paga algunos viajes a su Bilbao natal para asuntos familiares (allí vive uno de sus tres hijos, el otro vive con ella en un piso alquilado de La Victoria y la tercera vive en Vitoria). «La pensión que cobraba de 330 euros no me daba para pagar el piso, así que un día me echaron a la calle y me vi obligado a llamar a las doce de la noche a María Jesús (presidenta de la asociación Asalvo) para que me buscara un sitio donde ir, y me pagaron un mes de pensión», recuerda agradecida. En otras ocasiones sí que tuvo que utilizar el Albergue y, cuando era más joven, también se vio obligada a dormir en la calle algunas noches.

Antonio Blanch: «Me duele que la gente no quiera hablar conmigo, todos somos seres humanos»

Antonio Blanch.
Antonio Blanch. - Foto: Jonathan Tajes

Antonio Blanch (apellido ficticio) salió de su Argentina natal a principio de los 80, en plena dictadura. Se fue a Italia y allí comenzó a trabajar en la vendimia y, posteriormente, en el sector del mueble, donde pasó por cuatro empresas en 25 años. Después vino a España para comenzar una nueva etapa en la refinería de British Petroleum (BP) en Castellón. Más tarde se trasladó a Madrid, donde cuidó a personas ancianas y enfermas, «cobrando en negro, como es lógico», dice. La situación se empezó a torcer y el trabajo a escasear. Así, decidió quemar los últimos cartuchos en pagar un viaje a Noruega para un supuesto trabajo que nunca se concretó. Al volver a España se fue a Vitoria, ya sin dinero, y sin nadie al que acudir. Así tuvo que afrontar la primera terrible noche durmiendo en la calle.  «Lo pasé muy mal allí», recuerda. Cogía cartones de los contenedores para que hicieran de colchón en su cama improvisada: el tobogán de un parque con forma de tubería. En Vitoria le robaron las gafas y notó el rechazo social: «Me duele que la gente no quiera hablar conmigo, todos somos seres humanos», dice. Probó suerte en Pamplona. Tampoco la tuvo, y hace dos meses que llegó a Valladolid. «Un día estaba durmiendo en un banco al lado de la estación de trenes mientras llovía y se acercó un policía de paisano, me dijo que no podía estar ahí porque iba a morir y me habló de Cruz Roja», recuerda. Ahora sigue buscando trabajo, a sus 64 años, con un optimismo a prueba de bombas: «Sé que voy a salir de esta».