«Lo que me pone más triste es no poder reunir a mi familia»

A. G. Mozo
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Superviviente de la guerra y la dura posguerra, crió a diez hijos con lo justo y ahora, a unos días de conseguir la inmunización, solo piensa en llegar al siguiente cumpleaños para volver a juntar a toda su familia. «Es mi ilusión»

Lucinia del Caño, en el salón de su casa del barrio de Arturo Eyríes. - Foto: Jonathan Tajes

Lucinia del Caño sabe lo que es pasar una guerra y una posguerra.  Y emigrar del pueblo a la capital en 1965 «con ocho hijos y embarazada del noveno» para que su marido «no se jugase cada día la vida en la carretera» recorriendo en bici los 18 kilómetros de Wamba a Valladolid. Ella sabe lo que es limpiar casas «por dos pesetas» –literalmente–, ir a lavar la ropa al río y comprar el primer televisor familiar a plazos, para que sus hijos no tuvieran que verla a través de la ventana de la vecina... «Es que eran otros tiempos, ahora hay de todo», resume tajante. 

Madre de diez hijos, con 19 nietos y 17 bisnietos, para todos es la abuela Luci. Cumplió 96 años el pasado 15 de febrero y tiene el anhelo de que «la cosa mejore» y «celebrar todos juntos el próximo cumpleaños», como lleva haciendo más de una década, reuniendo a «casi 60 personas». «Es mi ilusión», confiesa.

Reconoce que es lo que peor lleva de esta situación, de la pandemia. «Antes los fines de semana venían los nietos, los bisnietos... en esta casa he llegado a juntar a 24 personas algún sábado. Y ahora ni los hijos pueden venir todos juntos», lamenta la nonagenaria. «Es lo que me pone más triste es no poder reunir a mi familia».

Luci, que enviudó hace dos décadas, vive sola y reconoce que «lo peor son las noches». «Ella cocina, ella limpia, ella se vale sola, pero está deprimida por la situación y ahora, con la vacuna, parece que se encuentra algo mejor de ánimo», apunta Ana, una de sus hijas.

Ante la imposibilidad de juntarse, sus hijos se turnan para acompañarla todos los días de la semana para que «el sábado y el domingo no sean más de cuatro o cinco, porque no se puede y hay que tener cuidado», advierte ella, muy concienciada de los riesgos del coronavirus. «Con Luisa, mi vecina de enfrente, pues hablamos de puerta a puerta o por teléfono», añade.

Y es que ahora Luci también sabe lo que es sobrevivir a una pandemia que se ha cebado con sus coetáneos. Ella ha recibido la primera dosis de la vacuna y el martes toca la segunda: «Estoy muy contenta porque me la han puesto y ojalá vacunen pronto a mis hijos, para poder volver a juntar a todos». En este año ha tenido que pasar dos veces por el hospital, por dos achuchones que superó con la misma entereza que la larga lista de operaciones que jalonan su vida (le quitaron un riñón, un tumor cerebral, varios intestinales...).

Además de no poder juntar a sus hijos, lo que peor ha llevado de estos meses de pandemia fue el confinamiento, porque «lo de estar encerrada... muy mal». Y no solo por no poder salir, sino porque también tuvo que dejar su piso para esquivar el aislamiento de aquellos días, mudándose durante cerca de tres meses a casa de Fernando, uno de sus hijos, quien recuerda cómo Lucinia «se cabreaba muchísimo las primeras veces que se anunciaba que iban a ampliar dos semanas el confinamiento». «Me cuidaron muy bien, pero es que a mí me gustar estar en mi casa», justifica ella.

Lucinia no había vivido nada igual a esta pandemia, aunque sí recuerda una época en la que «la gente en el pueblo se moría por tuberculosis, dos chicas de 19 años y tres chicos de veintipico», pero «nada que ver con esto de ahora, de llevar mascarillas ni pañuelos en la cara, ni nada».

Sobrevivió a la Guerra Civil y a esa cruenta posguerra. Tiempos duros que dice que no son comparables a este año de pandemia. «Mi marido y yo hemos trabajado mucho para poder criar a los hijos. Me dedicaba a lavar ropa en el río y limpiar casas por ¡dos pesetas!. Mi marido trabajaba en Valladolid y tenía que ir y venir todos los días en bici, ya hiciese calor, frío o lloviese... El pobre estaba todo el tiempo en la carretera y para que no se jugase la vida cada día, pues pedimos a uno del pueblo que nos trajese en un tractor y hace 55 años nos vinimos del pueblo a una casa en la Cuesta de la Maruquesa que no tenía ni baño, pero es que era lo que había, no como ahora que vivís de lujo», detalla. «Fuimos a un piso a La Victoria y a otro a La Rondilla hasta que en 1978 nos dieron este (en Arturo Eyries)». En la capital, limpió en la comisaría de la Policía en Felipe II, superó enfermedades, crió a hijos y nietos, se jubiló, fue anfitriona de los encuentros familiares de cada sábado y domingo... y, ahora, a punto de ser inmunizada contra el coronavirus, se ve con fuerzas para llegar, al menos, a su próximo cumpleaños.

Y celebrarlo, claro. Serán 97.