El camino del medio

Imelda Rodríguez Escanciano
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Los políticos auténticos no dedican demasiado tiempo a narrar sus batallas, sino a ganarlas para ofrecer una perspectiva optimista y sólida

Tengo la sensación de que el comportamiento de bastantes políticos se parece, cada vez más, a un sermón constante. Palabras, palabras y más palabras para intentar convencernos de lo productivos que son. Este afán no es un buen síntoma. Los dirigentes fiables hablan a través de sus hechos y pocas veces emplean más tiempo del debido anunciando lo que van a conseguir, con tres orquestas de platillos a su alrededor (por si alguien no les está prestando atención). Resuelven los problemas, calman el pesimismo, mejoran la vida de las personas y punto. Es la victoria de la eficacia frente a la retórica. Ejemplos de lo contrario hay unos cuantos. En Castilla y León, esta semana, hemos visto cómo se afanaban desde la Junta y el Ayuntamiento por mostrar que cada administración era protagonista del acuerdo con la compañía InoBat para la futura instalación de la macro fábrica de baterías en Valladolid. La perspectiva de esta declaración de intenciones es excelente para la economía regional y hay que felicitarles, pero llama la atención cómo se han empeñado en evidenciar quién es el responsable primero de este pacto. Como si lo relevante fuera, por encima de todo lo demás, identificar al gallo del corral. Algo parecido ocurre con el constante esfuerzo comunicativo que hace el gobierno nacional para explicarnos los beneficios de sus medidas contra la crisis. Lo difunden de una y mil formas, activando una gran pedagogía de la persuasión. Pero si argumentan que las medidas son razonables y han multiplicado las tácticas para difundirlas, ¿por qué la ciudadanía no termina de confiar? Pues porque una cosa es la política económica (que puede estar correctamente enfocada) y otra bien distinta es la percepción de la realidad por parte de la gente de a pie. Este es el quid de la cuestión: los ciudadanos no terminan de ver las bondades de las medidas para frenar la crisis. Las escuchan y las leen, pero no las sienten. Y esto de la percepción es la base de la política contemporánea. Así lo dijo hace unos días el expresidente Felipe González: «En democracia, la verdad es lo que los ciudadanos creen que es verdad». Bueno, la verdad no es de ninguna forma interpretable, pero sí es cierto que lo que la gente observa es una perspectiva que hay que tener en cuenta para gobernar eficientemente. Y, sobre todo, evitar trazar realidades paralelas donde un dirigente, lejos de solucionar problemas, los crea. Fíjense en los últimos debates en el Senado entre Sánchez y Feijóo, que es como si además quisiera recordarnos la preponderancia natural del bipartidismo en nuestro país. Ambos se preparan como si fueran a un ring, se enzarzan en temas que deberían acordar a puerta cerrada y, después, sus partidarios nos lanzan la repetición de las mejores jugadas. Esto no contribuye en nada a generar un clima de esperanza. Digámoslo en voz alta.
La buena política es otra cosa. En primer lugar, porque deja espacio a la sociedad para respirar. Los políticos auténticos no dedican demasiado tiempo a narrar sus batallas, sino a ganarlas para ofrecer una perspectiva optimista y sólida. Los líderes que practican esta autenticidad están cerca de la prudencia y la utilidad. Al más puro estilo de esa lógica aristotélica que añoramos cuando empieza a desbordarse la incoherencia. Decía Aristóteles que «un maestro en cualquiera de las artes evita lo que representa demasiado y lo que representa demasiado poco; busca el término medio y lo elige». Este punto central es, precisamente, al que han llegado los líderes empresariales con mejor reputación del mundo y el que representan los candidatos realmente potentes (atención, porque llegan las elecciones municipales). Es decir, el equilibrio activo es la manifestación más clara del poder. Ese camino del medio es el que deberían elegir muchos de nuestros políticos porque incrementaría las posibilidades de acertar en su toma de decisiones. Pero, a menudo, ocurre lo contrario y entonces da la impresión de que padecen lo que llamo el 'síndrome del líder acelerado'. Esto los lleva a hipercomunicar cada paso que dan, a hiperjustificar todo lo que hacen (y lo que no hacen) y a hipermolestarse ante los que no piensan como ellos, creando un clima de conflicto permanente. Los políticos que actúan así presentan una gran intolerancia a la eficacia. Y eso nos conviene poco hoy. Necesitamos líderes que sepan atinar, dando importancia a las cosas que realmente la tienen. Y que miren donde nadie lo hace (recordemos que cada vez hay más personas en riesgo de pobreza). Los líderes que nos llevarán con puntualidad al progreso saben dónde mirar. Y siempre eligen el camino del medio.

ARCHIVADO EN: Política, Junta de Castilla y León, Castilla y León, Valladolid, Senado, Pedagogía, Economía, Felipe González, Alberto Núñez Feijóo
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