Daniel Rojo

Atolladero

Daniel Rojo


El revisionismo literario o la nueva censura

05/05/2023

En estas eternas semanas, más bien meses, de precampaña y campaña electoral -¿locales, nacionales… o ya todo es lo mismo?- parece incluso hasta pecado hablar de algo que no sea política, pero me van a disculpar el atrevimiento. Afortunadamente, no podrán ver cómo me ruborizo en el intento a través del papel del periódico o la pantalla en la que estén leyendo esto, hasta que la tecnología lo remedie. Me van a disculpar, decía, porque sigo teniendo alma de periodista de cultura y creo que, mientras los políticos vienen y van y a sus discursos se los lleva el viento más rápido que a una historia de Instagram, hay cosas que permanecen en el tiempo, inalterables, y que conforman eso tan heterogéneo e importante que llamamos acervo cultural, memoria colectiva o identidad; y que en Occidente se remonta al momento en el que a Homero se le ocurrió poner por escrito la guerra de Troya y el regreso de Ulises a Ítaca. 
Permanecen en el tiempo o, más bien, permanecían -en pasado- porque en los últimos meses, en esta sociedad occidental biempensante y políticamente correcta, hemos sido testigos de las 'revisiones' de las novelas de Agatha Christie, los cuentos de Roald Dahl o las aventuras del James Bond de Ian Fleming por parte de sus editoriales para adaptarlas a «las sensibilidades modernas». De esta atrocidad, que en algunos casos convivirá con las ediciones originales, se han encargado comités de lectores sensibles, 'embajadores de la inclusión' se autodenominan, según se decía en la prensa, que el arriba firmante se imagina más siniestros, por fanáticos e incapaces de contextualizar, que el inquisidor Bernardo Gui de 'El nombre de la rosa'.
Estas señoras y señores van a decidir por nosotros y nosotras qué es aquello que puede herir nuestra sensibilidad de frágiles y desvalidos lectores posmodernos del siglo XXI. Es decir, van a borrar de la historia de la literatura el imperialismo británico, y sus maneras racistas y paternalistas, que impregnaba las novelas de la señorita Marple o Hércules Poirot -'El asesinato de Rogelio Ackroyd' es y será una de las cimas del género-. O los excesos del violento 007, que trataba a las mujeres con el mismo desdén con el que soplaba cócteles Vesper como si fueran agüita de la fuente. O las supuestamente ofensivas, a la luz de la blanca moral actual, descripciones de brujas y otros personajes de Roald Dahl, cuyo antisemitismo confeso casi nadie ha sacado a colación -curiosamente- en toda esta polémica.
Revisar lo escrito hace un siglo o dos, o diez, con la mirada y los valores actuales, tratar de imponer nuestra sensibilidad con efectos retroactivos, es un disparate y un ejercicio tan estéril como barrer la arena de la playa, tal y como pretendían la morsa y el carpintero de Lewis Carroll, que tampoco se libraría, por alucinado, de esta nueva forma de censura. Y qué decir de los estereotipos presentes en las obras de Cervantes, vecino de honor de nuestra capital. O de la cruel ironía de Quevedo. O de los héroes de Alejandro Dumas, que bebían demasiado, solían buscar bronca a punta de espada y trataban a las mujeres como floreros… O las intentaban ahorcar, como Athos a la diabólica Milady de Winter, cuando no consagraban toda su vida al reprobable oficio de la venganza con mayúsculas. O de Sherlock Holmes, más imperialista que Agatha Christie, carente de sentimientos y humanidad y, encima, aficionado a chutarse una solución al siete por ciento de cocaína. Imperdonable.
Esta corriente revisionista, que no es nueva -ya que lo nuevo siempre es algo viejo que olvidamos y que repetimos-, esconde entre los pliegues de su bonhomía hipócrita peligros tremendos: nos priva a los lectores presentes y futuros de conocer otras formas de pensar anteriores a las nuestras, enmarcadas en otras realidades y contextos históricos y socioculturales; cercena nuestra capacidad crítica, una de las herramientas más cruciales del intelecto humano, que actualmente cotiza a la baja en los mercados; y nos deja en cueros ante los profetas de lo políticamente correcto, ante cualquier desaprensivo o 'salvapatrias' que, enarbolando la bandera de la cruzada que toque ese día, trate de convencernos de que solo hay una manera correcta y buena de pensar y mirar el mundo. La suya.