El río Pisuerga ya colecciona 16 especies invasoras. 16 bárbaros que a diferencia del poema de Kavafis han cruzado ya las murallas y triplican a las autóctonas. Entre otras el pez gato, el lucio, el visón americano, el galápago de Florida, la carpa común y el cangrejo rojo. Animales de compañía del apocalipsis, que sacados de sus ecosistemas naturales y trasplantados a Castilla hacen del río una bacanal de especies locales en tocata y fuga. Los del relato del fin del mundo, que tanto disfrutan asustando a los puretas con las predicciones de la niña de El exorcista y los docudramas de Al Gore, harían bien en fijarse en historias acaso menos grandiosas, como esta, pero igualmente terribles. Con los ríos podridos de animales de fuera que, a diferencia de los inmigrantes humanos, resultan hostiles para el medio que los acoge y acabarán pronto con unos parientes que carece de defensas naturales. De hecho los seres humanos no somos otra cosa que nómadas perpetuos desde abandonamos el árbol en compañía de Lucy y salimos a recorrer mundo. En el caso del hermano pez y la hermana tortuga. Hace 70 años, con el franquismo, las autoridades introdujeron algunas de estas especies por interés pecuniario y, por supuesto, por el galopante analfabetismo medioambiental de la época. Hoy, que los gobernantes ya no dedican las tardes a trasplantar lucíos en el Duero, tenemos en cambio al típico indocumentado, bondadoso pero pirómano, que harto de la mascota importada de Laos o Florida no se le ocurre otra que ponerla a vivir en el Pisuerga. Inconscientes absolutos, que contribuyen a laminar una frontera salvaje a las puertas de casa, pues no otra cosa es un río como el que nos ocupa, mientras contribuyen a la laminar el patrimonio natural de un país que debiera de hacer más, mucho más, por la conservación de unos tesoros y una biodiversidad que no tiene parangón en el resto de Europa. Los mandamases, que se pasan todo el santo día advirtiendo de las consecuencias del cambio climático, hasta hace dos días miraban para otro lado.