Imelda Rodríguez

Punto cardinal

Imelda Rodríguez

Especialista en Educación, Comunicación Política y Liderazgo


Habitar en la máscara de la magnanimidad

12/06/2021

Las danzas de máscaras son un ritual aclamado en muchas culturas africanas. Un rito que le sirve al bailarín para cambiar su identidad y adoptar la del espíritu que evoca, concentrando incluso el poder del sol. Utilizan estas caretas para loar a antepasados y a héroes mitológicos, creyendo que asumen su fuerza divina porque son merecedores de ella. Así se sienten todopoderosos. La historia nos demuestra que los disfraces (ayer en forma de vestimentas y hoy de estrategias narrativas) han sido un instrumento religioso, social y político manejado por distintos mandatarios para autoproclamarse mediadores entre el pueblo y Dios. Cuando un saltarín africano habitaba en esa máscara afirmaba su identidad sagrada, arrogándose la potestad de intervenir en la prosperidad de las cosechas, en la atenuación del dolor de una madre al parir o en el castigo a los que él mismo señalaba como culpables. Es así como se entrometían en el destino de los hombres, nombrándose símbolos de clemencia, aunque pocas veces para provecho de los demás. Es lo que tiene habitar en las máscaras. 
A lo largo de los siglos hemos visto a gobernantes obcecados con la proyección de una imagen política de poder (articulada erróneamente en muchos casos). Todos ellos empeñados en evidenciar sus virtudes como pantocrátores del bien y del mal, ordenando la salvación de los mortales. Algunas de las decisiones que han adoptado reyes, emperadores y dictadores han ido encaminadas a pulir su propia estética de dominio, a hacerse cada vez más y más venerables, sin atender al derrumbe en el que se encontraba la población. Esta actitud gubernamental inmoviliza el progreso porque busca únicamente hipnotizar a la ciudadanía con su aparente nobleza, extendiendo sobre ella sus alas de divinidad, como si fueran Moisés obrando el milagro de partir las aguas en dos. Es aquí desde donde se abre el telón de la magnanimidad, término sobre el que ha enfocado el actual presidente del gobierno español su voluntad de indultar a los presos del ‘procés’ catalán. Esta palabra tan pomposa (pero a veces de una profundidad inalcanzable) es, por definición, el máximo nivel de generosidad al que puede llegar un individuo desde la grandeza de su carisma. Ahora bien, si no se articula en correspondencia con el sentido más estricto de la justicia corre el riesgo de transformarse en una maniobra de propaganda política. En definitiva, de ruindad. 
El poder hay que saber comprenderlo y estar preparado para ejercerlo, algo básico para la eficacia de los gobiernos y para la práctica de la prosperidad común. Considero que el previsible indulto a estos presos, que nos ponen delante de los ojos como un acto de compasión sin parangón y como un don de quien lo aplica a favor de la concordia, si no atiende al fin último de la ecuanimidad, no es más que una herramienta de persuasión política pura y dura. Este perdón invocado dentro del marco de la magnanimidad -que se anuncia solemnemente como las trompetas que anticipaban la llegada de los emperadores romanos- es asimismo una táctica de seducción comunicativa para elevar la consistencia y perpetuación de la figura presidencial. Frente a esto, afinemos nuestro juicio crítico porque la benevolencia no puede sustituir -ni en ánimo ni en acción- a lo que le corresponde resolver a la Justicia. Por lo tanto, el perdón solo cumplirá su función si está armado desde la coherencia. En este tiempo convulso hay que conectar prioridades para provocar utilidad social. Por eso necesitamos menos gobernantes con coronas de laurel -destilando aromas de jazmín- y más gladiadores lúcidos y valientes. A pie de realidad.