Imelda Rodríguez

Punto cardinal

Imelda Rodríguez

Especialista en Educación, Comunicación Política y Liderazgo


La medida del bien

26/02/2022

Las grandes sacudidas que padece el mundo nos ayudan a interpretar los sucesos más pequeños. La intervención de Rusia en Ucrania vuelve a demostrarnos que aquellos que están a los mandos del destino de todos se resisten a aprender. Qué duda cabe que la responsabilidad más alta de un dirigente es ser capaz de proteger y revertir el dolor de los pueblos. Todo lo demás, incluidas las crisis internas de los partidos, parece poca cosa. Debemos tener clara la medida del mal para no dejarnos invadir por la desazón que provoca el espectáculo agobiante al que nos someten los políticos con demasiada frecuencia. Es tan innecesario como prescindible, ya que cuando la inestabilidad de un partido se alarga como un serial televisado, la recuperación de su confianza pública será un proceso cuesta arriba. Y esto no es una buena noticia para nadie, porque para que exista una democracia fuerte precisamos partidos sólidos. Y, sobre todo, líderes con autoridad moral. Un factor que escasea sobremanera y que no podemos dejar de exigir, porque al hacerlo, estamos reclamando al mismo tiempo la esperanza.  Los buenos líderes jamás permiten que persista el desconsuelo a su alrededor, sea del tipo que sea.  Por eso hoy nos corresponde reivindicar la política por encima de bochornosos comportamientos políticos. Aunque lo que vemos nos invite a dejar de creer, es ahora cuando toca elevar la mirada (también los medios de comunicación, a los que nunca se les debe atragantar la objetividad). El liderazgo auténtico ya no es prescindible, en ningún ámbito. Porque esta autenticidad contiene justo lo que necesitamos: la firmeza y la compasión que impulsan a los líderes a resolver sin dañar. 
Una nueva era como esta requiere también una nueva generación de liderazgo, hábil para romper dinámicas de mediocridad, endiosamiento y maldad. Lejos de estos tres epicentros, desde los que se actúa a veces para hacer política, es donde puede brotar la credibilidad, sin la que no se puede ganar unas elecciones y tampoco puede sobrevivir ninguna organización.  Hablo de figuras políticas -que las hay- que son felices favoreciendo la vida de los demás y salvando la ilusión de los que peor lo están pasando.  A los otros, a los que están solo a lo suyo, debemos apartarlos cuando nos toca votar. No puede valernos cualquier cosa porque nos jugamos el progreso de varias generaciones. Demandemos, en todo momento, esta autenticidad. Porque un líder auténtico no pierde la centralidad, es decir, sabe cuáles son los temas fundamentales sobre los que intervenir. No practica estrategias baratas para subir en popularidad y tampoco hace perder el tiempo a la opinión pública. Su poder está en la humildad y en la brillantez con la que saca las castañas del fuego. Los líderes auténticos respiran nuestro mismo aire y no se encierran en sus comadrejas. Sus batallas son las de solventar los problemas de los ciudadanos y no se despistan de ello. Saben practicar el optimismo prudente, el que actúa desde la verdad. 
Creo que las sociedades irán ganando en vehemencia para reclamar la política auténtica cuanto más preparadas estén, cuanto más críticas y conscientes sean.  Y van a empezar a rechazar de pleno a los que no sepan qué hacer con la dignidad social. De hecho, una razón que explica el tremendo ascenso de nuevos partidos en España está en la forma en que conectan con los miedos, las incertidumbres y los deseos de muchos votantes, ante la casi completa desconexión de otras coaliciones. La política siempre debe poner las cosas fáciles a los ciudadanos, provocando calma (y para eso primero tiene que poseerla). En un partido político no puede haber más odio que talento. Una organización también debe saber hacer lo correcto y vestir su relato con hechos favorables para la gente. Y practicarlo día a día, sin pausas prolongadas. Si un líder no convoca a una causa, si no existen ideales, es muy difícil que puedan persistir las organizaciones. La autoridad brota cuando la altura de la generosidad, la humanidad y la inteligencia de un individuo es proporcional a su capacidad para hacer que lo mejor ocurra. Cuando esto abunde, los ciudadanos volverán a creer en la política. A ver si este calvario de un país en guerra saca a nuestros políticos de sus circos particulares y les ayuda a entender dónde está la medida del bien.