Pablo Álvarez

ZARANDAJAS

Pablo Álvarez

Periodista


Peñas y pozales

24/08/2019

Mi primera peña estaba en el patio de mi casa, con apenas cinco o seis años, donde los gusanitos, cortezas y patatas fritas eran los reyes de las fiestas. De allí pasamos al bajo de Toño, más grande y con las primeras paredes con la solidez de una cortina o una sábana vieja, que nos daba la intimidad que ya demandábamos con apenas 10 años. Ahí ya dimos el salto a los refrescos de naranja, limón, cola y manzana del Alcotán.
En séptimo de EGB dimos un salto cualitativo con una peña que teníamos que levantar nosotros mismos en el corral de Julio. En lugar de los costeros tradicionales recurrimos a los palés de madera para hacer las paredes. Una obra de ingeniería con la coordinación del Navero, el abuelo de Jorge, como maestro peñero. Decenas (me atrevería a decir que cientos) de palés, miles de puntas, una pila de sofás y sillones de viejos, millones de horas echadas robadas a las tardes de piscina, que si las llegamos a cobrar a coste de SMI no hubiera habido presupuesto municipal que lo sostuviera. Teníamos 13 años y andábamos sobrados de tiempo.
Un trabajo en equipo en toda regla, que incluía zona de invitados, barra, despensa y… reservado que, hasta donde yo sé, se empleó para dormir monas y fantasear más que para el uso inicialmente previsto. Puede que algún beso robado.
Allí echamos los veranos de nuestra adolescencia, con ampliaciones y reformas que ríete tú de la catedral de Santiago. De aquel gran grupo de amigos nos fuimos disgregando en gruppettos por afinidad con incorporaciones y bajas a lo largo del tiempo, como ocurre en cualquier orden de la vida. Cambiamos el corral por garajes, pero de aquellas peñas han pasado ya lustros y mantenemos la filosofía de cuando teníamos cinco años.
No entiendo las fiestas del pueblo sin la peña. No entiendo, ni entenderé nunca, la peña como el local sustituto del bar para emborracharte más barato y donde pagas en función de lo que te vas a beber o en proporción a los días que vas a estar. La peña es el grupo y la cerveza o el Dycola son la excusa. La peña es una piña y cuando falta algún piñón está incompleta. Este año faltarán piñones con la certeza de que estarán en el próximo. 
La peña, o pozal como les gusta llamarlas en mi pueblo (Pedrajas de San Esteban), es el espacio de puertas abiertas donde siempre habrá un trago para un amigo o cualquiera que se acerque a pasar buen un rato. Excluimos únicamente a patosos, faltones y gente de mal beber, que en días de fiestas se llegan a convertir en plaga como los topillos en Tierra de Campos.
Con los años, las cajas de whisky y de ron han perdido espacio que han ido ocupando las bandejas de hamburguesas, las bolsas de croquetas y gambas rebozadas congeladas, cajas de langostinos, los ingredientes para el arroz sin escombros de Raquel y la barbacoa de Valiente. Tampoco faltan los bolsones de gusanitos que con la excusa de los más pequeños nos zampamos los no tan niños. Y con la edad hemos afilado el morro y también hemos sucumbido a la moda del gintonic.
El tiempo ya es una moneda cara y ahora la peña la hacemos en un pimpampum. Media tarde para comprar mientras otros pegan un repaso a las cámaras y los frigoríficos, la víspera de la Víspera.
Los días de fiesta son sagrados. Nadie falta, si puede. Y las barras de Feliche o del Blues se convierten en punto de encuentro con amigos que no ves desde hacía justo un año y que posiblemente pase otro para volver a compartir un trago, brindar por los viejos tiempos y recordar batallitas ocurridas en ese mismo lugar tiempo ha. Cada vez más, con el consiguiente aumento de tragos. Tiempos de alegría y excesos, en los que se hace especialmente honda la ausencia de los que faltan; con la certeza de que San Agustín se repite cada 28 de agosto y nos volveremos a ver en esa misma barra para compartir risas y cañas en la peña. Están todos invitados. ¡Será por dinero... y soberbia!