Imelda Rodríguez

Punto cardinal

Imelda Rodríguez

Especialista en Educación, Comunicación Política y Liderazgo


La teoría de las ventanas rotas

12/10/2019

Hace ahora 50 años, un psicólogo de la Universidad de Stanford, Philip Zimbardo, realizó un experimento para valorar el contagio que pueden tener las conductas inmorales. En el marco de este experimento científico, abandonó dos coches prácticamente destartalados en dos zonas dispares. Respecto al primer coche, que situó en el conflictivo barrio del Bronx de Nueva York, con las placas de matrícula arrancadas y las puertas abiertas, pudo comprobar que, a los pocos minutos, habían robado casi todas sus piezas. Pasados unos días, ya no quedaba nada de valor y, a partir de aquí, empezaron a destrozarlo completamente. El otro automóvil, en parecidas condiciones, se instaló en un barrio acomodado de Palo Alto, en California. Pasaron varias semanas y el coche seguía intacto, así que los investigadores activaron un nuevo condicionante y martillearon varias partes de su carrocería, haciendo estallar todos los cristales. A partir de este momento, y pasadas unas horas, el coche apareció completamente destruido. A través de las conclusiones de esta experiencia, los autores James Wilson y George Kelling desarrollan la conocida como «teoría de las ventanas rotas», que puede ser buena idea recordar a menudo.
Verán, la razón principal que justifica los ciclos de comportamiento desarrollados en ambos lugares, donde viven personas muy diferentes en cuanto a nivel formativo, cultural y económico, es curiosamente la misma: los lugares que ya no cuida nadie invitan a reproducir comportamientos y actitudes ruinosas. Es decir, las conductas incivilizadas se contagian. Y, lo que es igualmente grave: la cultura del desánimo, ya sea en una organización, en una empresa o en la forma de hacer política, también. De ahí la absoluta relevancia, dicen los expertos, de mantener nuestros pueblos y ciudades en perfecto estado e, incluso, desde el punto de vista criminológico, frenar las transgresiones pequeñas para evitar crímenes mayores. En definitiva, nos alertan también los especialistas: cuando comienzan a desobedecerse las normas que rigen cualquier comunidad, el deterioro es imparable. Y comienza la marcha hacia el vacío. La razón: la insatisfacción y el caos contaminan a una velocidad vertiginosa. Y peligrosa. Porque los entornos condicionan altamente a las personas, desde el punto de vista personal y profesional. Condicionan su tranquilidad y sus resultados. Siguiendo la máxima de las ventanas rotas, lo que no se arregla pronto, está en riesgo de multiplicar su deterioro hasta llegar a una situación irreversible.
Estamos ante una teoría muy valiosa por su aplicabilidad a muchos ámbitos de nuestra vida. Piénsenlo. Es más, en plena celebración del Día de la Hispanidad, me parece oportuno medir la situación de nuestro país frente a ella. Porque el desequilibrio político está generando una imagen sobre España que, bajo ninguna circunstancia, puede llegar a convertirse en marca nacional. Porque las ventanas rotas provocan un efecto llamada poderoso. Así que, porque nos importa nuestro país (¡cómo no nos va a importar si aquí crecen nuestros hijos!), es el momento de exigir, una vez más, que se acristalen esos ventanales, reconduciendo el sentido común y el sentido del bien para resolver. Esta teoría también puede servirnos para reflexionar sobre la calidad de nuestros pasos (sobre todo si tenemos algún tipo de responsabilidad sobre los demás). Ser conscientes de dónde estamos, de lo que hacemos y de quiénes somos para poder así actuar en consecuencia. En todos los casos, no se trata solo de arreglar lo estropeado sino de generar impulsos de ilusión, energía e inteligencia. Así que no es mal día para reivindicar la pieza que termina siempre por completar el puzzle: trabajar, comprometidos hasta la médula, por la felicidad de los demás.