Juan José Laborda

RUMBOS EN LA CARTA

Juan José Laborda

Historiador y periodista. Expresidente del Senado


Caos, mentiras y el Estado

20/10/2019

Contemplamos estupefactos la violencia en Cataluña después de la sentencia del Tribunal Supremo sobre el procés. La mayor parte de la opinión pública española, incluida la catalana, siente una mezcla de cólera y angustia por los sucesos que ponen en jaque al Estado constitucional, con la derivada de no saber si lo que está pasando en Cataluña terminará en tragedia. Cortar carreteras, incendiar las calles, colapsar aeropuertos, asaltar edificios públicos y privados, atacar a policías autonómicos y estatales, intentar sumir en el caos a la sociedad y la economía de Cataluña, son actos delictivos que un Estado democrático no puede admitir, salvo que se resigne a su destrucción. 
Pedro Sánchez en nombre del Gobierno de la Nación declaró que no aceptará más violencia y atentados a las leyes. Hizo una advertencia al presidente de la Generalitat, Quim Torra, pidiéndole que repudiase los hechos delictivos, y la respuesta de Torra fue condenar la violencia, pero con una manifiesta ambigüedad, y poco después declaró ante el Parlament que organizaría otro referéndum de autodeterminación de Cataluña -en contra de las resoluciones del Tribunal Constitucional y la causa última de la sentencia condenatoria-, añadiendo «lo volveremos a hacer», una petulante y retadora respuesta a las instituciones que le habían advertido de sus responsabilidades como representante del Estado en Cataluña, y de los delitos que cometería si persistía en su desobediencia a las leyes, al Estatuto y a la Constitución. 
Efectivamente, Torra y los suyos intentarán «volverlo a hacer», es decir, intentaran repetir los pasos de septiembre y octubre de 2017 -las leyes de desconexión, el referéndum para la independencia y la proclamación de la república-, y todo lo que vino después, hasta estos días críticos posteriores a la sentencia. No tienen otra salida, no pueden sinceramente declarar que sus actos y decisiones independentistas fueron un gran engaño, una gran mentira política. 
La sentencia del Tribunal Supremo describe el «gran engaño». «Los ilusionados ciudadanos que creían que un resultado positivo del llamado referéndum de autodeterminación conduciría al ansiado horizonte de una república soberana, desconocían que el ‘derecho a decidir’ había mutado y se había convertido en un atípico ‘derecho a presionar’», sostiene. 
El viernes 18 de octubre llegarán a Barcelona las ‘Marchas por la libertad’ (Marxes per la llibertat), organizadas por la Asamblea Nacional de Cataluña, Òmnium Cultural y los CDR, coincidiendo con la huelga general, y esa ocasión podría servir para que la multitud independentista logre por fin, en la calle, la ‘república’ que Puigdemont y los diputados no fueron capaces de proclamar en el Parlament, el 27 de octubre de 2017. La Marcha sobre Roma” (Marcia su Roma) de Benito Mussolini, una manifestación que instauró el régimen fascista, es el modelo no declarado de los planes secesionistas, con su inconfundible aroma de masas mediterráneas, presas de delirios nacionalistas. 
Torra y sus secuaces creen que un suceso dramático en la llamada ‘movilización pacífica’ les podría llevar a culminar el proceso para la independencia. Es un cálculo erróneo, por no decir mendaz. El Gobierno tiene pista libre para actuar con firmeza (y proporcionalmente) ante la violación de las leyes. Por razones que no vienen en este momento a cuento, el Gobierno de Rajoy actuó con lenidad o blandura contra las acciones políticas de los independentistas, pero intentó corregirlo con dureza en el campo de la justicia, confiando en fiscales y abogados del Estado con criterios duros o rigurosos. El Gobierno de Sánchez está en posición diametralmente opuesta, entre otras razones, por la sentencia del Supremo. En el campo de la justicia la dureza de pedir condenas por rebelión, ahora está acotado con condenas más leves por sedición, malversación y desobediencia. Esto quiere significar que el Gobierno de Sánchez está obligado a actuar con todo el rigor si acciones políticas vulneran las leyes. 
Torra y sus secuaces lo saben, y sin embargo podrían ir directamente al sino de su inmolación política. Produce escalofríos pensar que el Gobierno de la Generalitat pueda infligir un daño tan grande a Cataluña. José Antonio Zarzalejos, en un artículo reciente, citando a Jaime Vicens Vives, habla de la rauxa, ese impulso rabioso que llevó siempre a Cataluña al desastre, y recuerda la influencia que tuvo el anarquismo en Cataluña. Muchos historiadores, el último Jordi Canal, explican que sus élites fracasaron históricamente, en los siglos finales de la Edad Media, creando y estabilizando un Estado independiente; después llegó Fernando el Católico. Yo he escrito que, comparando con monarquías y regiones atlánticas, la Cataluña de los siglos modernos quedó bloqueada en un Mediterráneo menos globalizado que el Atlántico de los descubrimientos y del capitalismo. Cataluña ha sido próspera y un modelo de convivencia cuando sus elites sociales se abrieron al Atlántico y a España en el siglo dieciocho, y algo parecido sucedió en los primeros treinta años de la actual vida democrática, cuando compitió dentro de España para integrarse en la actual globalización. ¿Pero dónde están hoy las élites catalanas?