Juan José Laborda

RUMBOS EN LA CARTA

Juan José Laborda

Historiador y periodista. Expresidente del Senado


La época que no tiene nombre (y III)

16/02/2020

En 1989 terminó la época contemporánea con el hundimiento moral e intelectual de la revolución comunista de Rusia, y en esa fecha empieza la época histórica que aún no tiene nombre. Esa será una de las causas de la incertidumbre de nuestro (nuevo) tiempo: carecemos de un nombre para orientarnos ahora que además el tiempo fluye más deprisa que nunca.
De 1989 a 2008 tuvo lugar la etapa de la globalización sin política. Como explicó Francis Fukuyama, tras la caída del Telón de Acero, sólo había un sistema socioeconómico en el mundo, el sistema capitalista, y entonces se comprobó que ya no era posible la revolución. 
La época que no tiene nombre podría parecerse a otra edad media, en el sentido de que habría cambios políticos drásticos e incluso violentos, pero nunca tendrían las características de los cambios revolucionarios, es decir, aquellos que en la época o edad moderna inventaron relaciones de poder radicalmente nuevas, como fueron las revoluciones holandesa y las inglesas, y en la época contemporánea, las revoluciones americanas, francesas, rusa, y los diversos casos del modelo comunista. El ciclo revolucionario se cierra con la revolución teocrática de Irán. 
La globalización sin política, que en síntesis propugnaba que la economía capitalista traería ella sola la libertad y la justicia para la humanidad, fue una etapa de ascenso y declive de las ilusiones de Europa como actor de esa globalización. A causa de las dos guerras mundiales (las de 1914 y1945), Europa pasó de ser el centro de la historia universal, a ser un continente ocupado, por los norteamericanos y los soviéticos. 
Cuando la Unión Soviética se disolvió (1991), los europeos creyeron entonces que había llegado el momento de afirmar sus intereses y sus valores. Fundaron la Unión Europea con el tratado de Maastricht (1 de enero de 1993), establecieron las cuatro libertades básicas -libre circulación de mercancías, trabajadores, servicios y capitales-, crearon una moneda común (el euro, aunque hubo países que no lo aceptaron, como el Reino Unido), y reconocieron una ciudadanía europea (que fue la única institución con dimensión estrictamente política, hecho que Jacques Delors, presidente de la Comisión Europea, reconoció que había sido la gran idea del presidente español, Felipe González). 
El euro se convirtió en una realidad material el 1 de enero de 2002, para doce estados miembros de la Unión Europea (hoy son 19 de los 27 miembros). Efecto del optimismo económico, el 18 de junio de 2003, el Consejo Europeo, el órgano más elevado de cooperación de los estados europeos, aprobó el proyecto de Constitución Europea, que se presentó para su ratificación a los países de la Unión Europea. 
Pero unos pocos meses antes, vino a cruzarse un acontecimiento de sentido contrario: el 16 de marzo de 2003 se produjo la reunión en las Azores del presidente norteamericano, George W. Bush, con Tony Blair, primer ministro británico, con José María Aznar, presidente del gobierno español, y con José Manuel Durao Barroso, primer ministro portugués. En ella esos dirigentes decidieron invadir Iraq violando las leyes internacionales, y el ordenamiento de la ONU, con el argumento y pretexto de que Saddam Husein disponía de armas de destrucción masiva. La invasión se produjo el inmediato 20 de marzo de 2003. En noviembre de 2007, Durao Barroso -siendo ya presidente de la Comisión Europea- declaró que fue engañado con el asunto de las armas de destrucción masiva de la reunión de la Azores, y en 2015 Tony Blair manifestó que fue un error invadir Iraq. 
Volviendo a Europa, la Constitución Europea fracasó en 2005, rechazada en los referéndums de Francia y de los Países Bajos. A partir de aquellos años, el proyecto europeo sufre ataques desde el interior de sus países miembros. 
Es característico de la globalización sin política lo que sucedió con la guerra de Iraq. Las ideas cosmopolitas, como son la Unión Europea y la ONU, aparecieron contrarias a las viejas ideas nacionalistas, que fueron el argumentario empleado por Bush, Blair, Aznar y Barroso. Hace poco más de cien años, las sociedades europeas fueron a la guerra conducidas por líderes nacionalistas. Hoy, los dirigentes europeos de esta etapa de globalización sin política, emplean el argumentario de viejas ideas nacionalistas para ganar tan sólo elecciones, pues el nacionalismo encubre con emociones la ausencia de proyectos políticos racionales. 
Después de 2008, con la crisis económica que estalló ese año, la época que no tiene nombre se puede denominar como la globalización detenida. La estúpida guerra electoral de Donald Trump, basada en aranceles comerciales, es su prueba evidente. La renuncia de Trump a que Estados Unidos siga manteniendo el orden mundial (como lo hizo su predecesor Obama), nos devuelve al pasado de hace un siglo. En 1920 no se sabía mantener el orden y la paz mundial. En 2020 sólo sabemos que vivimos una época que no tiene nombre.