«Yo vivía como Dios, pero he pasado del cielo a la mierda»

Óscar Fraile
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P. C. es uno de los usuarios del servicio de reparto de comida de Cruz Roja, al igual a Rei, un instructor de policía en Cuba que vino a España a trabajar en la construcción y ha tenido que acabar viviendo en el bar que ahora regenta

J. C. y Rei se han visto obligados a recurrir a Cruz Roja para poder comer. - Foto: Jonathan Tajes

Hace algo más de diez años, antes de que empezara la crisis de 2008, P. C. era un empresario de éxito que vivía a todo tren. Él mismo, al echar la vista atrás, se define como «un yuppie al que no le importaba nada y vivía como Dios». Y con la satisfacción de tener en el garaje tres coches, «los mejores del mercado». Todo gracias al rendimiento que le daba una empresa con doce establecimientos en varias ciudades de España, como Valladolid, Vigo y Madrid.

Pero con la crisis de 2008 todo se empezó a torcer y el castillo de naipes que era su vida empezó a desmoronarse sin que él pudiera hacer nada. El negocio fue lo primero. La drástica caída de ingresos obligó a bajar la persiana y a afrontar un montón de pagos. Pronto comenzaron los problemas con Hacienda y con la Tesorería General de la Seguridad Social y en menos que canta un gallo este empresario se vio obligado a dejar atrás el lujo al que estaba acostumbrado y empezar a mirar con lupa cada factura.

La bola de nieve de sus problemas siguió creciendo con un divorcio que le generó más problemas económicos. En apenas unos años pasó de tener una vida idílica en familia a perderlo casi todo, porque el capital que tenía ahorrado pronto se esfumó entre pagos pendientes y obligaciones familiares. Y todo en mitad de una depresión que le impedía levantar cabeza, sobre todo cuando su familia utilizó un poder general, según él, en su contra. P. C. comenzó a beber y a meterse «de todo», así que su situación, lejos de remontar en esta última década, no ha dejado de empeorar. Pasó de ser empleador a tener que llamar a otras puertas con su currículum en la mano para comprobar de primera mano cómo el mercado laboral ignora a los mayores de 50 años.

Sin trabajo y sin ingresos, durante la presente crisis P. C. se ha visto obligado por primera vez a acudir a entidades sociales para pedir comida. Hasta ahora recibía la ayuda de algunos amigos, pero ha llegado un punto en el que le da vergüenza seguir solicitándola. «He pasado del cielo a la mierda, al barro», se lamenta.

Y sin derecho a prestaciones, porque P. C. critica que los autónomos estén huérfanos en este sentido. «Para poder cobrar una ayuda de la Seguridad Social tienes que haber trabajado dos años de los últimos cinco por cuenta ajena y mi historial de trabajo se resume en tres renglones, porque desde 1983 he sido autónomo», explica.

Las deudas también se han llevado por delante sus propiedades inmobiliarias: una casa, un chalé, un piso, un local, etcétera. Lo único que le queda es la vivienda en la que reside y un fondo de pensiones que tuvo que liquidar hace tres años. Pero esa necesidad se convirtió en otra puñalada, puesto que la Agencia Tributaria le reclamó más de 20.000 euros cuatro meses después por las cantidades desgravadas desde 1996, y como penalización por haberlo ejecutado antes de los 65 años.

Aunque lo peor de todos estos años para él no han sido los problemas económicos, sino tener que hacer frente a esta situación en soledad. «No he tenido a nadie a mi lado, porque mi familia me dio la espalda, incluso me hizo responsable de la situación», señala. De hecho, todavía no lo ha superado y sigue atravesando crisis de ansiedad.

Con todo, no se rinde. A sus 61 años, acaba de finalizar un curso de cocina y la próxima semana empezará a hacer las prácticas, pese a las reservas que tiene por tratarse de un sector muy exigente y donde hay que manejar situaciones de mucho estrés. Además, sabe que tendrá que ‘competir’ con jóvenes de menos de 30 años, los mismos que se forman ahora junto a él. «La edad es un lastre, cuando dices que tienes 61...».

Mientras encuentra trabajo, P. C. dedica sus horas a colaborar con las entidades que le ayudan, como Cruz Roja, donde ha ingresado como voluntario para realizar tareas como el reparto de comida, del que él mismo se beneficia. Todo suma. Aunque cueste acostumbrarse a una vida que hace una década no hubiera ni imaginado.

 

Rei: «La primera vez que fui a pedir comida se me caía la cara de vergüenza» 

Rei dejó su Cuba natal en el año 2006. Su situación allí se había complicado pese a que en un principio tenía un buen empleo. Licenciado en Ciencias Penales, trabajaba como instructor policial en la resolución de homicidios. «Un CSI, pero sin recursos», bromea. Pero a partir de la despenalización del dólar de 1993, el salario dejó de llegarle para comer y se tuvo que empezar a buscar la vida «entre lo lícito y lo implícito». Así que terminó vendiendo jamón en un mercado, donde se ganó bien la vida durante una temporada. «Hasta que llegó el comandante y, como dice la canción, mandó a parar, y cerraron las cooperativas que podían vender productos cárnicos», recuerda. En ese momento fue cuando tomó una decisión radical. Vendió los cuchillos y la báscula, reunió dinero y consiguió ir a Madrid, donde su madre, que había llegado a España un año antes, ya le había conseguido un trabajo en el sector de la construcción. En Cuba se quedaron sus dos hijos, de dos años y siete meses, a los que no volvió a ver en seis años.

En ese empleo estuvo nueve meses, hasta que empezó a trabajar en un bar de Lavapiés (Madrid), donde aprendió el oficio desde cero. Pero la crisis de 2008 le llevó a la cola del paro, antes de empezar a trabajar otra vez como técnico de seguridad. Ya en 2017, después de romper con su pareja, decide dejar Madrid y venir a Valladolid, «sin nada, solo con la ropa puesta». Aquí empezó a trabajar con un amigo, también cubano, en un bar, pero solo estuvo algo más de un mes como asalariado. Su socio lo dejó y él se hizo cargo, pese a que sabía que el local necesitaba un buen lavado de cara y que tenía limitaciones, como la de poner terraza.

El negocio no terminó a arrancar y los impuestos y gastos de funcionamiento empezaron a ahogarle. La pandemia ha acabado siendo la puntilla hasta dejar a Rei solo con 50 euros en el bolsillo, una cantidad que no le daba ni para pagar la cuota de autónomos. Además, arrastraba deudas de préstamos que había pedido a amigos.

Su situación se tornó tan precaria que se vio obligado a vivir en el bar que regentaba. Allí dormía en el colchón de un amigo y allí se hacía la comida en un pequeño horno eléctrico, el mismo que utilizaba para calentar agua con la que asearse. Aunque durante una temporada vivió en la casa de un mujer con la que tuvo una relación que más tarde acabó.

Actualmente tiene unos ingresos de algo más de 400 euros en concepto de ayuda por cese de actividad, si bien la deuda con amigos y empresas de suministro es casi de 2.000 euros.

Evidentemente, las cuentas no salen, y Rei ha tenido que solicitar ayuda a las entidades sociales para comer. «Nunca había pedido nada, siempre me he buscado los frijoles, pero esta vez me la vi negra cuando nos obligaron a cerrar, eso ha matado a la hostelería», señala. Cruz Roja ha sido su salvación. Gracias a esta entidad ha tenido algo que llevarse a la boca y ha disfrutado de una pequeña ayuda económica que la oenegé repartió en Navidad.

No es una situación fácil de llevar, aunque Rei, de 52 años, dice que los cubanos están hechos de otra pasta porque se han acostumbrado a vivir en una crisis eterna, con la sombra del bloqueo americano durante muchos años. «A veces me pongo a llorar porque no tengo familia aquí, aunque sí que están los amigos», reconoce. Amigos como el profesor que vive junto a su negocio y le ha dejado las llaves de su casa para que vaya allí cuando quiera a hacer la colada, asearse y cocinar. O como los que le prestan algunos euros cuando todo parece derrumbarse.

Y como Cruz Roja, aunque en un principio no quisiera acudir allí. «La primera vez que vine con el carrito a pedir comida se me caía la cara de vergüenza», reconoce. Aunque la vida le ha enseñado que el orgullo no llena el plato y que no hay nada de malo en aceptar la ayuda cuando alguien se ve obligado, también como dice la canción, «a cruzar el Niágara en bicicleta».