Y entonces el desierto ardió

M.R.Y (SPC)
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El 2 de agosto de 1990, Irak inició una invasión de Kuwait que acabó por cambiar el futuro de toda una región

Un militar busca su objetivo - Foto: Agencias

Pocas veces se hace algo sin esperar nada a cambio. Y una recompensa es lo que pretendía Irak tras la cruenta guerra que le enfrentó con Irán a lo largo de casi toda la década de os 80 -1980-1988-. Según Bagdad, su lucha contra los persas -que acabó sin venceder y con dos países terriblemente derrotados- bien merecía un quid pro quo y, como «precio por la sangre árabe derramada» en la contienda, según palabras del dictador Sadam Husein, sus vecino debía condonar su deuda externa, aumentar su cuota de producción petrolífera y acceder a facilitar la creación de un pueto de aguas profundas en territorio kuwaití. Viéndolo de otra manera más sencilla: apenas dos años después de su fracaso, Sadam buscaba otro frente del que salir triunfante y decidió probar suerte con su pequeño vecino del sur, Kuwait, un emirato que, en caso de conquistar le permitiría contar con una localización estratégica en el Golfo Pérsico.

Parecía una empresa fácil. Con Irán debilitado y los países árabes como simples observadores, el propio embajador de EEUU en Bagdad había manifestado que un conflicto entre Irak y Kuwait sería considerado por Washington como un «problema bilateral». Sadam Husein parecía tener vía libre.

Pero pronto el Gobierno estadounidense se dio cuenta de que el problema podía ir a más y decidió intervenir. Tras mandar tropas a la zona, esperó hasta enero para iniciar la operación Tormenta del Desierto que cambiaría el futuro de Oriente Próximo y, como él mismo aseguró a su término, impuso un «nuevo orden mundial».

Los tanques desplegados en las dunas y las llamaradas dejaron imágenes impactantesLos tanques desplegados en las dunas y las llamaradas dejaron imágenes impactantes - Foto: AgenciasNo le faltaba razón. Acababa de terminar la Guerra Fría, la URSS estaba en pleno proceso de disolución y EEUU decidió liderar una coalición internacional para frenar las aspiraciones de Bagdad. El objetivo principal era «liberar a Irak», pero, realmente, tras una rápida intervención de la que salió victorioso -apenas tardó mes y medio en derrocar a Sadam, al iniciar su operación en enero de 1991 y concluirla en febrero-, decidió no continuar su afrenta contra el dictador.

Fue un duro varapalo para los asiáticos, entonces la cuarta fuerza de combate más numerosa del planeta, que registró más de 25.000 muertos en esta batalla. La coalición apenas firmó 400 bajas. Y, sobre todo, fue un éxito para Estados Unidos, que conseguía así liberarse del fantasma de Vietnam, 16 años antes, con una victoria rápida y contundente.

La Guerra del Golfo supuso, además, el principio de la implicación estadounidense en la zona. Desde entonces, y han pasado ya cinco presidentes por la Casa Blanca, no han podido retirar por completo las tropas norteamericanas de la zona. Parece que fue fácil llegar, pero es difícil salir, por más que mandatarios como Barack Obama o Donald Trump hayan prometido el repligue, sin éxito.

Y es que el final de este conflicto también tuvo otra dura consecuencia: el germen de Al Qaeda, una organización que nació contra la presencia de «cruzados» y del que derivó un Estado Islámico contra el que, eso sí, la guerra no ha terminado.