Óscar Gálvez

CARTA DEL DIRECTOR

Óscar Gálvez


Fuga constante a Madrid

17/11/2019

Si las promesas no se las lleva el viento y Pedro Sánchez consigue formar Gobierno, habrá que dar por hecho que en cuestión de semanas España tendrá un ministerio específico para trabajar en la lucha contra la despoblación. Es a lo que se comprometió hace menos de dos semanas el candidato socialista durante el soporífero debate al que nos castigaron los cinco principales aspirantes a La Moncloa en campaña electoral. Siendo lo de menos el nombre oficial que se le otorgue a la cartera y lo de más que de verdad sea un instrumento útil para afrontar de manera acertada este combate a vida o muerte de nuestro medio rural, a nadie se le escapa que sus efectos serán poco menos que invisibles durante tiempo. No hay varita mágica que valga para resolver un problema tan complejo como éste, porque de entrada ni siquiera existe unanimidad social –y a veces incluso ni política– sobre si hay que insuflar respiración asistida en cualquier circunstancia o dejar morir. De ahí que, para empezar, deberíamos conformarnos con que este ministerio nazca con la vocación de establecer una estrategia nacional que permita hallar puntos de encuentro a partir de los cuales combatir los desencuentros, que serán más de los que nos podemos imaginar. Frenar la despoblación, un fenómeno que tan solo se produce en la España interior, no puede abordarse al margen de ese debate territorial en el que solo parece que hay que buscar fórmulas para resolver los encajes socioeconómicos y políticos de Cataluña, Navarra o País Vasco, por poner unos ejemplos. Y, en consecuencia, forma parte también del debate financiero, por lo que todo lo que conlleve elevar gasto en el interior peninsular tiene su efecto contrario sobre otras zonas, salvo que el ciclo económico dé para contentar a todos. Justo lo contrario de lo apuntan las previsiones.  Y frenar el éxodo no será barato.
Recuperar el medio rural es una necesidad, una cuestión de Estado. Y cuanto más tiempo tardemos en trazar una hoja de ruta conjunta más habrá que bucear hacia las profundidades en busca del punto de salida de esta carrera de fondo. En toda España se ha perdido mucho tiempo en planes autonómicos que fueron voluntaristas, pero de nulo rendimiento. Y no han servido de nada, o casi nada, no porque fueran malos sino porque ésta es una guerra para la que se necesita un único ejército político y económico, fuerte y unido, y no batallones haciéndola cada uno por su cuenta. Si algo hubiera que reprochar en este sentido a los políticos que durante los últimos 15 o 20 años han estado al frente de las comunidades autónomas más afectadas por la despoblación –Castilla y León, Aragón, Castilla-La Mancha y Extremadura, principalmente– no es falta de interés por aportar soluciones sino el hecho evidente de que no fueron capaces de articular un frente común más allá de algunas reuniones bienintencionadas pero poco ambiciosas. Siendo, como se está demostrado, un problema de primer orden, ha faltado un puñetazo sobre la mesa a tiempo por parte de todos ellos y luchar sin complejos por lo que se supone consideraban justo y necesario. Tenían que haber sido la piedra en el zapato de los presidentes que desde Moncloa han ido viendo el problema y lo han dejado pasar. ¿Para qué se iban a molestar si desde los territorios afectados nadie les presionaba lo suficiente como para dolerles la cabeza? De hecho, no fueron los políticos de ninguna de estas comunidades los que en marzo pusieron la España rural en el prime time de las televisiones ni en las portadas de los periódicos, sino sus gentes, fueron los miles de habitantes de pequeños pueblos quienes, hastiados de su invisibilidad, se plantaron en el centro de Madrid a exigir de manera enérgica lo que cualquiera de sus representantes políticos no fueron capaces de lograr: captar la atención del resto de España y la reacción del Gobierno y de los partidos políticos.
Dando por hecho que si Sánchez logra la investidura habrá un ministerio para luchar contra la despoblación, la gran incógnita es hasta qué punto el éxodo es reversible. Es posible que ya lleguemos tarde, que apenas haya posibilidad de cambiar tendencias y que dentro de cinco años El Día de Valladolid tenga difícil abrir su portada con un titular que diga justo lo contrario de lo que dice la primera página de la edición que ahora tiene en sus manos. La de este fin de semana nos pone ante la cruda realidad de lo que estamos viviendo: que casi 70.000 vallisoletanos se han ido a trabajar a Madrid en la última década, cada año más. Y eso que se supone que las oportunidades en una de las provincias más dinámicas de la Comunidad abundan más que en otras como Ávila y Zamora, cada vez más castigadas. Si dentro de cinco años estamos en condiciones de titular con que son menos los vallisoletanos que emigran ya incluso habría algo que celebrar. No hay que dejar de ser optimistas, pero tampoco convendría generarse demasiadas expectativas. Por cierto, en el Gobierno de Castilla y León sigo echando en falta una consejería específica, no basta con el discurso de que desde todas las consejerías se trabaja con ese fin. ¿Es que antes no?