«La palabra forja el cerebro y lo cambia»

Jordi Font (EFE)
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El divulgador explica que conversando se puede modular el órgano cerebral, la forma de vivir y la relación con uno mismo y con los otros y apunta que en ciertos casos más leves de enfermedad mental habría que tratar de curarla antes de medicar

«La palabra forja el cerebro y lo cambia» - Foto: Quique Garcia

El neurocientífico y divulgador argentino Mariano Sigman defiende en su último libro el poder transformador de la conversación en la mente de cada persona, porque «la palabra forja el cerebro y lo cambia».

Referente mundial en el campo de la neurociencia, Sigman (Buenos Aires, 1972) ha publicado El poder de las palabras, en el que desarrolla cómo conversando se puede modular el cerebro, la forma de vivir y la relación con uno mismo y con los otros.

«Es una herramienta potente y no la usamos suficiente», destaca en una entrevista este científico argentino, que obtuvo su doctorado en la Rockefeller University de Nueva York y reside desde hace unos años en Madrid.

Sin prescindir de los fármacos, imprescindibles en el tratamiento de las enfermedades mentales, Sigman considera que hay casos a priori más leves en los que se tiende a una «sobremedicación», sin intentar resolverlo antes por otras vías aprovechando que el cerebro es modulable a todas las edades, según el experto.

De hecho, los fármacos «producen cambios en el cerebro porque allí tenemos unos receptores que casi siempre los produce el mismo cuerpo» y algo similar pasa con la conversación.

«La palabra funciona porque cambia la dinámica y la química del cerebro; la palabra forja el cerebro, lo cambia», remarca Sigman, con una extensa carrera de divulgación científica en medios de comunicación y autor del éxito de ventas La vida secreta de la mente (2016).

Pone como ejemplo los niños rescatados de los orfanatos de la Rumanía del dictador Nicolae Ceausescu, que estaban «desnutridos afectivamente porque no tenían cuentos ni abrazos», y que en consecuencia presentaban un «déficit de desarrollo general».

Así, la conversación es un recurso que «haríamos bien en aprovechar» y que tiene todas ventajas, como no siempre ocurre con los fármacos: «Es potente, sencillo, inocuo y gratis», resalta.

Pero la conversación por sí misma no es transformadora si previamente el individuo no ha hecho un trabajo introspectivo para romper sus propios moldes, darse la oportunidad de cambiar y acoger la discrepancia.

«Es la conversación como un intercambio de ideas, como un espacio de trueque genuino de conocimiento, la que supone la mejor fabrica de ideas y la mejor estancia para refinar lo que pensamos de las cosas y sobre nosotros mismos, de nuestras emociones e ideas», sostiene el autor.

En este «mercado de las palabras» es importante saber la razón por la que hemos entrado en él y con qué predisposición, para evitar sorpresas en el desenlaces.

«El destino de la conversación depende absolutamente de la predisposición con la que entramos, algo que es muy simple pero que solemos olvidar y muchas veces entramos con una predisposición equivocada sin saberlo y la conversación termina mal, porque esta no tenía otro destino», argumenta.

Un ejemplo clásico es un choque leve entre dos automóviles: «El automatismo es que el otro conductor te ha declarado la guerra y bajas del coche no con ánimo de resolverlo o de entender qué ha pasado, sino de responder a la declaración de guerra, y estas son conversaciones que suelen terminar muy mal».

Pero si, en cambio, la persona hace un ejercicio de empatía para comprender que el otro conductor «igual venía estresado, con los niños detrás llorando y que a lo mejor miró el teléfono -no se debe hacer, pero ¿quién no lo ha hecho alguna vez?-, pues es más probable que haya una solución más favorable», subraya Sigman.

Esta situación es trasladable a conversaciones entre parejas, amigos, hermanos, jefes y empleados, que pueden terminar en conflicto porque no hubo una predisposición conciliadora.

¿Cómo corregir esto? Lo primero, según el neurocientífico, es reconocer en uno mismo esos hábitos o automatismos -como pensar que el otro conductor me ha declarado la guerra-, luego quitarse de la mente la idea de que hay cosas de uno mismo que no puede cambiar y empezar a modificarlas, poco a poco, dándose tiempo y reconociendo los primeros pasos.

Los niños dan pistas: diversos estudios indican que tardan dos años en comprender en su totalidad que la Tierra, que aparente es plana y así la dibujan, en realidad es redonda.

En este proceso, los niños pasan por diferentes fases en las que son capaces de representar las dos versiones de la Tierra en un mismo dibujo -plana y redonda- o situar a los humanos dentro de la esfera, para así solucionar la difícil comprensión de que los del habitantes del hemisferio sur no caen al vacío gracias a la gravedad.

Los niños, prosigue Sigman, tienen así una capacidad de cambiar de opinión y además lo hacen con más celeridad si este proceso es compartido con otros compañeros.

«Como mayores tenemos que mirar a los niños y a nosotros mismos cuando lo éramos, y ver que teníamos esa capacidad de cambiar de opinión, de que un día nos traían algo que parecía completamente insensato -como que la tierra es esférica- y, en lugar de rechazarlo, hicimos un esfuerzo enorme para tratar de ver cómo esto podía ser cierto; esa oda al cambio es algo que podemos aprender de los niños», concluye.