La pluma y la espada - El Infante don Juan Manuel y el Conde Lucanor

El Infante don Juan Manuel y el Conde Lucanor


El autor de libros como 'El Conde Lucanor' nos permite comprender aquellos años a través de su obra y uso de las armas

Antonio Pérez Henares - 17/10/2022

El Infante don Juan Manuel fue uno de los hombres más poderosos de su tiempo, casi equiparado a los reyes, cercanos parientes suyos por cierto, pues hasta hizo acuñar moneda propia, gozaba de un imponente señorío y contaba con una mesnada compuesta por más de 1.000 caballeros. Figura política y militar en su época, el siglo XIV, su papel fue esencial en las luchas de poder tanto en Castilla como en Aragón y Portugal, y participó en las más importantes batallas, la del Salado, que conjuró el poder de los benimerines y la toma de Algeciras. Pero no por ello habría pasado a la historia con el lustre que hoy en día todavía conserva. Eso se lo debe a la literatura y, en particular, a un libro, El Conde Lucanor, que junto con la obra de su contemporáneo, el Arcipreste de Hita, El libro del buen amor, marcan, definen y nos permiten visualizar y comprender mejor aquellos años.

Don Juan Manuel, nacido en el castillo de Escalona (Toledo), el 5 de mayo de 1282, era nieto del rey Fernando III, conquistador de Córdoba y Sevilla. Su padre, el menor de sus hijos, Manuel de Castilla, amén de cuantiosa herencia, recibió del rey Santo la famosa espada Lobera, que había sido del conde Fernando González, el precursor del reino castellano y que el escritor conservaría como su mayor tesoro a lo largo de su vida. La espada ha llegado hasta nuestra época y se conserva en la catedral de Sevilla. 

Quedó huérfano muy joven, al cumplir un año ya no tenía padre, y al cumplir ocho tampoco madre, Beatriz de Saboya, por lo que pasó a ser tutelado por su primo, el rey Sancho IV, hijo de su tío el rey Sabio, Alfonso X, alguien que como luego él, tanto había gustado de las letras. 

Retrato de uno de los mayores representantes de la prosa medieval.Retrato de uno de los mayores representantes de la prosa medieval.La orfandad a tan temprana edad le dejó sin padres, pero al no tener hermanos también fue heredero de una inmensa herencia en forma de tierras, villas y títulos, a los que hay que añadir los señoríos de Escalona y el de Villena, uno de los más ricos y grandes de Castilla, que englobaba amén de la que le daba nombre, localidades tan importantes como Belmonte, San Clemente, Iniesta, La Roda, Chinchilla, Almansa o Hellín (Albacete entonces no pasaba casi de aldea) y que hacia frontera con el reino de Aragón por tierras ahora de Alicante y Valencia, así como de Murcia, pues también ostentaba los señoríos de Elche (Elche, Cartagena y Lorca). En esa zona también figuraban los de Cifuentes, Alcocer, Salmerón y Vadeolivas en la alcarria de Guadalajara y el de Cuellar en Segovia. El Rey Sancho IV había añadido, además, el día de su nacimiento, el de Peñafiel, y luego de dio los títulos en ascenso de duque y, más tarde, Príncipe de Villena.

La tradición cultural y literaria en la familia había sido una constante desde que su abuelo, el rey Santo, no solo comenzara las catedrales góticas de Burgos y Toledo, sino que ordenó el uso del castellano en los documentos de la Cancillería Real y fundó la escuela de traductores de Toledo, que su tío, Alfonso X, llevaría a su máximo esplendor y la convertiría en pieza clave y piedra angular del conocimiento de las obras clásicas y romanas en toda Europa. Otro tío suyo, Enrique, fue el autor de la primera traducción de Amadís de Gaula, al castellano y un tercero, Fadrique, de ordenar la del árabe «Sendebar». 

Lo educaron, como correspondía a su estirpe, en el arte de la guerra, la equitación y la caza, fue un cazador apasionado y dedicó un libro a la actividad cinegética, especialmente a la realizada con halcones, sus aves favoritas, pero también en historia, derecho, teología, latín, italiano y nociones de francés. Gran lector desde muy joven, conocía muy bien los mejores libros del Mester de Clerecia, pero le apasionaba aún más la obra de su propio abuelo, Alfonso X , «Estoria de España».

Desde casi niño estuvo implicado en guerras y disputas de poder. A los 12 años acompañó a las tropas castellanas a repeler un ataque de los moros granadinos contra Murcia y, a raíz de la muerte del primogénito de Alfonso X el sabio, Fernando de la Cerda, se puso al lado del hermano de este, Sancho IV, en detrimento de los hijos del Infante. Fueron tiempos procelosos para Castilla, envuelta en conflictos señoriales, pues tanto Sancho IV como luego su hijo, Fernando IV, tuvieron muy efímeros reinados. Este último, al principio, se desarrolló en minoría de edad bajo la tulela de la reina madre, María de Molina, y luego, después de un también prematuro fallecimiento, fue sucedido por Alfonso XI, de quien él mismo fue tutor y regente del reino hasta que el propio monarca lo despojó de tal responsabilidad.

Su influencia en la Corte castellana había sido, hasta aquel momento, trascendental, aunque no parece que muy leal con los niños reyes a veces, y más buscando el interés propio. Don Juan Manuel, tras una primera boda con la hija del rey Jaime II de Mallorca, que murió al poco y no le dejó descendencia, buscó alianza con su vecino territorial, el rey aragonés Jaime II, que firmó un acuerdo matrimonial para casarse con su hija y de Blanca de Anjou, Constanza, de seis años, que no pudo celebrarse hasta que ella cumplió los 12 años. Tuvo a la postre de ella tres vástagos, aunque murió también joven en 1327, la mayor Constanza de Villena, y dos que se malograron. 

La disputa

Fue esta la causante de la gran disputa y desencuentro que tuvo durante un buen tiempo con el rey Alfonso XI, por cierto, tan aficionado o más que él aún a la caza y a quien el arte venatorio le debe también un extraordinario libro sobre la montería. En su momento de máxima influencia y amistad, se pactó entre ambos la boda de su hija con el propio rey y todo parecía ir por el mejor de los caminos e intereses de don Juan Manuel. Pero el enlace fue demorándose y Alfonso IX cambió de opinión, tal vez harto y alertado del cada vez mayor poder de quien con ello se convertía en su yerno, deshizo el trato, encerró a Constanza en el castillo de Toro y buscó casarse con María de Portugal.

Pero a quien le salió mal la jugada fue al rey Alfonso el Onceno. Su poderoso vasallo se convirtió en su peor enemigo. Se alió con el rey de Aragón, abuelo de la ofendida y prisionera Constanza y hasta con el rey nazarí de Granada, y le hizo no solo la guerra con sus poderosas fuerzas, sino también la vida imposible.

Así, quien antes había sido por el monarca nombrado Adelantado Mayor de Andalucía y que en 1326 derrotara al temido general meriní Ozmin y a los granadinos en la batalla del Guadalhorce y le produjera mas de 3000 muertos, se convirtió en su peor dolor de cabeza. 

Su carácter inquieto y levantisco y su indudable ambición, llevaron a que el rey Alfonso XI planeara incluso el matarlo, algo similar tuvo en tiempo en mente su padre Fernando IV el Emplazado, pero al cabo ninguno se decidió a hacerlo, pues aunque lo temían, lo necesitaban aún más todavía. ?Al final hubo de intervenir incluso el Papa, quien logró que el rey liberara a Constanza y la cuestión pareció volver a su cauce. Pero la herida seguía abierta y, aunque el monarca le devolvió honores y cargos de Adelantado, se la jugó un par de veces, como cuando no quiso enviarle sus mesnadas, que eran las más potentes de todo el reino, don Juan Manuel tenía a su cargo mas de 1.000 caballeros para ayudarle en el sitio de Gibraltar. Entonces, el rey le despojó de sus títulos y ordenó el embargo de sus propiedades.

Hubo de ser en esta ocasión su tercera esposa, Blanca Nuñez de Lara, hija de Fernando de la Cerda, aquel linaje de aquellos niños a quien su tío Sancho IV con su ayuda despojó de sus derechos al trono, quien mediara en el asunto, pues además ahora, el Villena, acusaba a Alfonso de impedir el matrimonio de la rechazada Constanza con el infante portugués, Pedro. Se solventó el asunto y don Juan Manuel consiguió al fin hacer reina a su hija. Constanza lo fue de Portugal cuando Pedro I alcanzó el trono y luego madre de rey también, Fernando I de Portugal.

Tan satisfecho quedó con su logro que ordenó acuñar moneda, en el pueblo de Cañavate (Cuenca), algo privativo de reyes y que irritó tanto al de Aragón como el de Castilla, pero a la postre se lo consintieron, ¡qué remedio!. Y la moneda con la leyenda en el anverso «SANTA ORSA» y en el reverso «A DEPICTA VIA CON», que hacía referencia a su hija reina, circuló al menos por sus tierras y tampoco fue rechazada en las ajenas. Valía lo que pesaba.

Dejando el asunto de la moneda aparte, aquello logró la definitiva reconciliación entre él y Alfonso XI, que aunque había estado en un tris de hacerle encarcelar por dos veces, ahora lo necesitaba desesperadamente, pues los benimerines habían desembarcado y lanzado un impresionante ejército para recuperar Al Andalus. Esta vez sí acudieron las mesnadas de don Juan Manuel, y juntos dieron la batalla, que fue memorable a orillas del rio Salado (1340), y con ese nombre, bautizada quebró el poder del nuevo imperio islámico que amenazaba la Península. Tras la victoria, ambos se centraron en conseguir recuperar Algeciras, cosa que también consiguieron después de meses de largo y duro asedio. 

Entonces don Juan Manuel decidió retirarse de la guerra y la política y dedicarse, ya por entero, a la literatura, afición que los nobles de la época le habían afeado por considerarla no adecuada para un señor de sus deberes y categoría y que perdía valioso tiempo en ella, que entendían como frívolo entretenimiento.

Lo hizo en el Castillo de Garcimuñoz, donde pasó sus últimos años y, orgulloso de sus obras, las reunió todas en un solo volumen que dejó depositado en el convento de san Pablo en Peñafiel. Según el historiador alcarreño, Antonio Herrera Casado, que es concienzudo y de mucho fiar, vino a fallecer en Córdoba y los expertos anotan la primavera del año 1348 como el momento en que se produjo.

Tras su muerte, la historia tenía aún preparada una jugarreta que hubiera sido muy del gusto del Infante. Su hija Juana Manuel de Villena contrajo matrimonio con Enrique de Trastámara, a su vez hijo ilegítimo del rey Alfonso XI de Castilla y de Leonor de Guzmán, quien se enfrentó a Pedro I (el Cruel o el Justiciero), su heredero legítimo y, tras darle muerte en los campos de Montiel, llegó a reinar como Enrique II. El hijo de ambos y por tanto nieto de don Juan Manuel fue el rey Juan I. O sea, que acabó por tener dos hijas y dos nietos, unos en Castilla y otros en Portugal, en el trono y de la entronizada dinastía de los Trastámara saldrían tanto Isabel I de Castilla como Fernando II de Aragón, los Reyes Católicos.

Su expreso deseo

Los restos mortales del Infante don Juan Manuel reposan, por su expreso deseo, y allí fueron trasladados desde Córdoba, en el convento de San Pablo de Peñafiel, que él mismo había fundado en 1318 con tal intención. 

No se tenía mucha mayor noticia de ellos, pero resultó que en 1955, al hacer obras en la citada iglesia, se dio con una arqueta de madera con huesos humanos en la iglesia del citado convento y cuya identificación no ofreció duda alguna, pues al quitar el yeso que cubría el muro de piedra apareció la inscripción que había sido ya recogida cuando estaban a la vista en siglos pretéritos por otros historiadores y que dice asi :

Aquí yace el ilustre señor don Juan Manuel, hijo del muy ilustre Señor infante Don Manuel y de la muy esclarecida señora doña Beatriz de Saboya, duque de Peñafiel, marqués de Villena, abuelo del muy poderoso rey y señor de Castilla y León don Juan I, de éste nombre. Finó en la ciudad de Córdoba el año del nacimiento de Nuestro Salvador de 1362.

Como puede comprobarse, en la lápida se ha hecho constar que era abuelo del rey de Castilla y de León, Don Juan I. Pero la fecha de fallecimiento se retrasa 14 años. 

Cuento XXXIII – El conde Lucanor

Lo que sucedió a un halcón sacre del infante don Manuel con una garza y un águila

Hablaba otra vez el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:

-Patronio, a mí me ha ocurrido muchas veces estar en guerra con otros señores y, cuando la guerra se ha terminado, aconsejarme unos que descanse y viva en paz, y otros, que emprenda nuevas luchas contra los moros. Como sé que nadie podrá aconsejarme mejor que vos, os ruego que me digáis lo que debo hacer en esta disyuntiva.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que en este caso hagáis lo más conveniente, me gustaría mucho que supierais lo que ocurrió a unos halcones cazadores de garzas y, en concreto, lo ocurrido a un halcón sacre del Infante don Manuel.

El conde le pidió que se lo contara.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, el infante don Manuel estaba un día de caza cerca de Escalona y lanzó un halcón sacre contra una garza; subiendo el halcón detrás de la garza, un águila se lanzó contra él. El halcón, por miedo al águila, abandonó a la garza y empezó a huir; el águila, al ver que no podía alcanzarlo, se alejó. Cuando el águila se retiró, el halcón volvió a la garza y procuró cogerla y matarla. Estando ya el halcón muy cerca de la garza, el águila se lanzó de nuevo contra el halcón, que huyó como la vez anterior. Se alejó otra vez el águila y el halcón voló de nuevo hacia la garza. Así ocurrió tres o cuatro veces: siempre que el águila se iba, volvía el halcón a la garza, pero cuando el halcón se acercaba a la garza, volvía a aparecer el águila para matarlo.

»Al ver el halcón que el águila no le permitiría matar a la garza, la dejó, y voló por encima del águila y la atacó tantas veces y con tanta fortuna, hiriéndola siempre, que la hizo huir. Después de esto, el halcón volvió a la garza y, cuando volaban muy alto, volvió otra vez el águila para atacarlo. Cuando vio el halcón que cuanto había hecho no le servía de nada, volvió a volar por encima del águila y se dejó caer sobre ella con uñas y garras, y con tanta fuerza que le rompió un ala. Al verla caer, con el ala quebrada, volvió el halcón contra la garza y la mató. Obró así porque pensaba que no debía abandonar su caza, después de haberse desembarazado del águila, que se lo impedía.

»Y a vos, señor Conde Lucanor, pues sabéis que vuestra caza, y honra y todo vuestro bien, tanto para el cuerpo como para el alma, consiste en servir a Dios, y sabéis además que, según vuestro estado, como mejor podéis servir a Dios es luchando contra los moros, para ensalzar la santa fe católica, os aconsejo yo que, cuando estéis libre de otros ataques, emprendáis la lucha contra los moros. Así lograréis muchas ventajas, pues serviréis a Dios y además cumpliréis con las obligaciones de vuestro estado, aumentando vuestra honra y no comiendo el pan de balde, cosa que no corresponde a ningún honrado caballero, ya que los señores, cuando están ociosos, no aprecian como deben a los demás, ni hacen por ellos todo lo que como señores deberían hacer, sino que se dedican a cosas y diversiones impropias de su hidalga condición. Como a los señores os es bueno y provechoso tener siempre alguna obligación, tened por cierto que, de cuantas ocupaciones existen, ninguna es tan buena, ni tan honrada, ni tan provechosa para el cuerpo y para el alma, como luchar contra los moros. Recordad por eso el cuento tercero de este libro, el del salto que dio el Rey Ricardo de Inglaterra y lo que consiguió con haberlo dado; pensad también que habéis de morir y que en vuestra vida habéis cometido muchas ofensas contra Dios, que es muy justo, por lo que no podréis evitar el castigo que merecen vuestros pecados. Pero mirad, si os es posible, de encontrar un medio para que vuestros pecados sean perdonados por Dios, porque, si encontráis la muerte luchando contra los moros, habiendo hecho penitencia, seréis un mártir de la fe y estaréis entre los bienaventurados, y, aunque no muráis en batalla, las buenas obras y vuestra buena intención os salvarán.

El conde consideró este consejo como muy bueno, prometió ponerlo en práctica y pidió a Dios que le ayudara para que se cumpliera siempre su voluntad.

Y viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro, e hizo estos versos que dicen así:

Si Dios te concediera

honda seguridad,

intenta tú ganarte

feliz eternidad.