La pasarela de los valles

Ernesto Escapa
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La pasarela de los valles

El páramo que recorre la senda blanca de la Cañada Real Burgalesa separa los valles del Pisuerga y del Esgueva y acoge sucesivos vestigios de despoblados y apriscos, en la actualidad arropados por la vegetación primaveral. Esta vía pecuaria conducía los rebaños de merinas desde el descansadero del Carmen Extramuros, en Valladolid, a los pastos de la Sierra de la Demanda. En el límite con Castronuevo, tuvieron las monjas de San Quince un caserío con lagar.

Castronuevo de Esgueva aparece replegado del valle hacia los cerros grises para justificar el gentilicio de cotarreros que nombra a sus vecinos. Pero no fue este su primitivo asiento. El pueblo medieval se llamó Polvorera y tuvo fuero. La iglesia de la Concepción tiene la cabecera gótica, mientras su cuerpo corresponde ya al diecisiete. Cuenta con dos barrios de bodegas y con un puente romano para vadear el Esgueva. Pero ya no conserva ni un majuelo. Tampoco guindos, aunque celebre con ese nombre la fiesta de la Visitación de María a su prima Isabel. Acaso son bucles de nostalgia de un pasado frutal. Hace ya años, Castronuevo amplió su casco con la urbanización los Álamos, perfectamente integrada en el paisaje del valle.

La cañada burgalesa asciende al páramo por la cuesta de la Perdiz, que enlaza en la pendiente con la enramada de caminos que recorren la ladera hacia el raso. El más frecuentado es el de la Raya, conocido también por su destino como de San Martín de Valvení. Sobre Castronuevo se asienta el despoblado de Castrillo de la Vega, donde hubo apristos, una ermita dedicada a San Martín y el caserío de los pastores. En 1753 los vecinos de Castronuevo reclamaron al obispo de Palencia que no entregara al comendador sanjuanista de Reinoso de Cerrato “la imagen que se halla de inmemorial tiempo a esta parte colocada en la ermita del humilladero de este mismo lugar con la advocación de Nuestra Señora del Castillo” y que se demoliese y apease la campana puesta por el susodicho en la ermita situada en el término de Castril de Vega.

La senda del raso ofrece asomos tentadores a los valles del Pisuerga y del Esgueva, dejando a su izquierda el valle del Doctor, su cotarro de 869 metros y el páramo de Valdeviñazos, que recorre el límite entre Cabezón y San Martín. Enseguida cruza el camino de Olmos al caserío de San Andrés de Valvení por el páramo de los Vilanos que nos acerca a este despoblado. La senda discurre con el acompañamiento de las encinas, que por esta zona cubren las laderas de todos los páramos. En realidad el valle cabecero de Valvení, además de benigno y apacible, también se conoce como Valdencina. La bajada nos conduce a las eras empedradas de San Andrés, donde se hacía la trilla. En la actualidad, San Andrés es una granja agrícola y todo el valle muestra un aprovechamiento total para el arado, sin apenas perdidos, y con los caminos en perfecto estado de revista, limpios y bien marcados. Los monjes que colonizaron sus tierras también bautizaron el valle como solar de todas las dichas. Luego los siglos sucesivos no serían tan generosos. Así que en el viaje hasta nuestros días perdió parte de su patrimonio, aunque conserva el encanto de un lugar tan cercano como poco conocido.

Frente a las eras de la trilla destacan las ruinas de lo que fue priorato y luego parroquia y ermita. Como en todo el valle asombra la destreza en la cantería de los sillares. Entre la amalgama de techumbres vencidas del caserío llama la atención el muro de sillería de una casona de 1696, con un escudo abacial y otro de Castilla y León, perteneciente a los cistercienses de Palazuelos. El muro está abierto al vacío y sigue en pie porque lo sujeta desde hace años una estructura de hierro.

San Martín de Valvení, a tres kilómetros y medio del caserío de San Andrés, conserva bastantes casas de hermosa sillería, algunas de ellas adornadas con vistosos escudos y las más con preocupantes signos de ruina. La iglesia es gótica y cobija una valiosa colección de retablos y una caja de órgano vacía. Algunas ventanas conservan todavía restos de tracerías góticas. En la misma plaza se ve la casa rectoral, que se distingue por el reloj de sol de su fachada. Viniendo de San Andrés, llama la atención una casona que exhibe dos escudos con celada. El anticuario catalán Federico Marés cuenta jubiloso en sus memorias cómo en 1958 el obispo de Palencia reclamó su visita de negocios a San Martín de Valvení, para venderle la Adoración de los Reyes, un imponente altorrelieve de Esteban Jordán, por el que se embolsó 36.000 pesetas. Alertados del expolio por los tanteos previos, los vecinos mostraron su hostilidad ante el despojo, pero sin perder de vista entre quienes se celebraba el negocio. Desde entonces la pieza luce majestuosa en el Museo Marés de Barcelona.

El pueblo guarda un indudable porte señorial, si acaso perjudicado por la inclemencia de los expolios y el abandono. En su castillo consta que descansó el emperador Carlos V durante un viaje a Cevico de la Torre. Pero apenas quedan unos mínimos vestigios de la fortaleza. Hace alrededor de sesenta años, su dueño, el marqués de Camarasa, mandó desmontar y acarrear sus sillares para construir una pesquera y otras dependencias en la Granja de Quiñones, abajo junto al Pisuerga. Luego los propios vecinos enterraron otro buen resto de los muros supervivientes como firme de sus calles. A este lado del Pisuerga y antes de llegar al precipicio de los cortados se suceden las granjas. La granja Muedra, vendida hace poco, perteneció a los monjes de Retuerta. Para volver a Castronuevo, el regreso a la cañada del páramo se hace remontando el camino del valle que bordea el encinar del Montulillo.