El origen de mi arte

R. GRIS
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Jorge Manrique ha toreado en 22 festivales en la Plaza de Toros de Medina de Rioseco, el pueblo que le vio nacer y donde mantiene magníficos amigos

Jorge Manrique, en la plaza de toros de Rioseco. - Foto: Jonathan Tajes

«Hola Jorge». «Adiós Jorge». «Jorge, vamos a tomar un vino». El extorero Jorge Manrique pasea por las calles de Medina de Rioseco sin posibilidad de escapatoria. Cada dos pasos saluda a algún vecino, familiar o amigo. «¡Cómo no me conozcan en mi pueblo!», bromea. Su rostro se ilumina cuando pasea por la Calle Mayor de Rioseco, allí pasó sus 17 primeros años. Su padre quiso que naciera en La Seca, de donde procedía toda su familia. El quinto de siete hermanos, desarrolló su afición por el mundo del toro en volandas entre la Plaza de Toros de la Villa de los Almirantes y la pequeña finca que su familia tenía a las afueras del pueblo.    

Tuvo tres casas en Medina de Rioseco. Su padre regentaba una carnicería de carne de caballo. «Entonces se comía mucha carne de potro, no como ahora». El negocio fue fructífero y también se implantó en Peñafiel y Tordesillas y eso posibilitó la compra de una finca denominada El Cortijo, junto al cuartel de la Guardia Civil, donde construyó una pequeña plaza para tentar vacas y becerros y ahí, en ese punto, nació el espíritu y la ambición por ser torero.

La infancia del maestro está volcada en la Plaza Mayor de Rioseco. «Estábamos todo el día en la calle, cuando no íbamos a pájaros, jugábamos a las canicas, a los platillos...». De repente se para. Ve al director del Museo de San Francisco, Miguel García Marbán, y se dan un abrazo. «Somos casi quintos», ríen. «Vengo de la iglesia, que me han dado plantón. Jorge se conoce mejor Rioseco incluso que yo», sonríe García. «Le he conocido de toda la vida. Ir a la Plaza de Toros, que si queréis llamo al Ayuntamiento para que os abran la puerta». Se une a la conversación Tomás, dentista de Manrique. «Os invito a tomar un vino».

La amena conservación se dirige hacia su Rioseco, el de hace 40 años. «Aún queda mucho del Rioseco que nosotros conocíamos», contesta Manrique. «Ir al frontón que Jorge ha hecho un montón de horas ahí». Ambos ríen a carcajadas y recuerdan que el torero hacía pareja con el matador Julio Robles para jugar por parejas. «Hacían horas con la raqueta y no eran nada malos», recuerda el director del museo. «Julio venía a matar algún toro a puerta cerrada en la finca de mi padre y teníamos mucha amistad».

La visita continúa en dirección a la Plaza Mayor. «Ha cambiado mucho todo. Los hábitos y las costumbres ya no son las de antes. Estábamos todo el día en la calle». Manrique recuerda las broncas de su madre por las manchas perpetuas de la ropa. «Meábamos en el suelo cuando íbamos al castillo para hacer chiribitas y bajar con cartones. ¡Nos poníamos de barro...!».

Mal estudiante. Jorge Manrique nunca fue un buen estudiante. «Hacía muchos novillos. Por eso fui torero», bromea. Sus padres llevaban el negocio familiar y con otros seis hermanos el control sobre los hijos era completamente diferente al actual. «No estaba muy sujeto, mis padres trabajando, mis hermanos también y yo no quería ir a clase, aunque a veces aprendes más en la escuela de la vida...».

Amancio Manrique ‘El Taca’ fue uno de los grandes culpables de que Jorge Manrique se convirtiera en torero. «Era un gran aficionado y mi hermano mayor, Raúl, fue novillero. En la finca ya se me empezó a meter el veneno y a los nueve años ya toreaba alguna becerra, pero solo de atrevimiento hasta que con 14 años empecé con las novilladas. Fue miel sobre hojuelas, la verdad».

Con esa edad, el torero vallisoletano comenzó a recorrer con el grupo de amigos todas las fiestas de los pueblos vallisoletanos. «Me las trillaba todas en busca de los toros». Villabrágima, Villanueva de San Mancio, Villanueva de los Caballeros, Villalón..., todo era poco para el ansia de Manrique. Cuando cumplió 18 años, el joven riosecano promesa del toreo se traslada a Salamanca y a raíz de resultar triunfador del Bolsín Taurino de Ciudad Rodrigo en 1981 consigue ser apoderado por Francisco Rey. Desde entonces, fueron 15 años como matador de Toros.

Llega al museo de la Semana Santa de Rioseco, la iglesia de Santa Cruz. Se para y mira hacia arriba. «Recuerdo cuando se quemó. Tendría yo dos o tres años y mi madre me tenía cogido en brazos allí (a unos 20 metros) mientras ardía». Manrique recuerda que la fisionomía del templo ha cambiado mucho. «Cuándo yo era pequeño había una especie de grúa donde nos colgábamos». Antes me preguntabas por alguna trastada. Recuerdo un día que un amigo estaba subido en una de las bolas de la verja de la iglesia, se cayó y se clavó el pico de hierro en una pierna. «Menuda cornada. Hasta el fondo».

La Semana Santa de Medina de Rioseco sigue estuvo, está y estará muy presente en la vida de Jorge Manrique. Es cofrade del Cristo de la Paz y procesiona todos los viernes santos por la calle Mayor. «Ver esa imagen y sentirlo es algo que no tiene comparación».

La puerta de los cines Omy le lleva a acerarse y asomarse entre las verjas. «Ahora está cerrado, pero cuando yo tenía entre siete u ocho años me colaba por aquí y arrancaba los carteles de las películas que estaban echando entonces y los colgaba en las paredes de mi habitación», ríe con una cierta cara de pícaro. Lerines era el vecino que tenía un puesto de chucherías a la puerta del cine. «Siempre caía algo cuando se daba la vuelta», y hace un gesto con la mano metiéndosela al bolsillo. «Yo era un pieza...».

El destino final del paseo por las calles de la Villa de los Almirantes es la Plaza Mayor. Aquí recuerdan los «miles de juegos» que los chavales practicaban a diario en la tierra. «Era diferente, tenía una cascada por la que yo me tiraría cientos de veces». Manrique menciona que estaba siempre en la plaza, ya que sus padres vivían cerca. «El juego principal era la peonza, aunque también las canicas, las chapas, eran muchos».

La Gregory fue la primera discoteca a la que Jorge Manrique entró cuando era joven. Rioseco es su pueblo, donde moceó, donde conoció a la que ahora es su mujer y donde hizo su vida. «A los quince años ya nos dejaban entrar e hicimos nuestros primeros pinitos».

Comenzó a fumar en un callejón de Rioseco, que ahora mira con añoranza, y poco a poco llega a la Plaza Mayor. Entra sin dilación al Ayuntamiento y recorre el amplio recibidor hasta llegar al despacho de Alcaldía. «Necesito las llaves de la Plaza de Toros». El alcalde, Artemio Domínguez, le da un abrazo enorme y sonríe. «Menudo pieza acaba de entrar».

A la salida, se encamina hacia la Plaza de Toros. Ya le están esperando. Entra y recuerda que durante 22 años consecutivos toreó en la Plaza. Al entrar le cambia la cara. Una mezcla de recuerdos, de añoranza, evocación... Mira hacia los tendidos e insiste en que han  sido 22 años. Posa para las fotos sin dejar de mirar para la arena del coso. Aquí debutó, inició su carrera como profesional y aquí descansará cuando le falten las fuerzas. Tiene claro que sus cenizas se repartirán entre los cosos de la plaza del Paseo de Zorrilla y Medina de Rioseco. «Aquí nací como torero y aquí quiero venir cuando me muera».