Ignacio Fernández

Ignacio Fernández

Periodista


Historia

26/11/2020

Se echan en falta historiadores en esta pandemia (el de historiador es un oficio del que lamentablemente hacemos muy poco uso en España). En los comités de expertos abundan epidemiológicos, todo tipo de médicos, sanitarios, incluso algún economista. Pero el bagaje de la historia suele pasar desapercibido ante el orgullo de una sociedad usualmente pagada de sí misma.

El intensivista burgalés Martin de Frutos publica estos días un estudio sobre la gripe de 1918 en Burgos cuyas conclusiones serían oro molido si a alguien se le ocurriera interpretar el presente a la luz del pasado. El libro revela que Burgos registró récord de fallecimientos en la segunda ola, de cruelísima intensidad, letal para la ciudad, letal para los pueblos de la provincia que, con las fiestas de después de la cosecha suspendidas, no fueron capaces de meter en vereda a los jóvenes y registraron cientos de muertos. Es decir, hogaño como antaño, idéntico.

La historia revela la existencia de una tercera ola, menos severa que la segunda, pero igualmente peligrosa, con muchos muertos. Y tan mimético es el devenir del “bicho” que lo que ocurrió entonces en la provincia burgalesa es calcado a lo ocurrido ahora: bares abiertos pero con aforos limitados; cloruro de cal por las calles para su limpieza. Y pocas mascarillas (aquí en España, al principio, ninguna, luego ya si).

Cuando recapitulemos, nos parecerán lamentabilisimas las manifestaciones de aquel domingo de marzo cuando, como nos lo parecerá lo que se hizo en enero y en febrero. Pero nada me parecerá más lamentable que este desperdicio sistemático -por ignorancia- de la verdad histórica: las civilizaciones decadentes siempre han ido con la cabeza engallada y nunca han mirado atrás. De Frutos demuestra con su libro la razón de su desgracia. Es decir, la nuestra.