Daniel Rojo

Atolladero

Daniel Rojo


La generación sufriente

17/12/2022

Este año, la llegada del frío -un otoño que juega al despiste disfrazado de invierno- y el encendido de las luces de Navidad -el centro de Valladolid convertido en un enorme, apabullante, reventón regalo de Reyes- han coincidido en el tiempo con un suceso más sombrío y preocupante: la publicación del último estudio de la Fundación ANAR sobre 'Conducta suicida y salud mental en la infancia y la adolescencia en España (2012-2022)'.
Dicho informe nos ha dejado un rosario de dolorosos titulares en la prensa de toda España que ni las iluminaciones de led más potentes ni los villancicos a todo volumen podrán ocultar o silenciar. «La tentativa suicida en menores se dispara, la mayor cifra en 10 años», «Los intentos de suicidio entre menores se triplican», «La conducta suicida en niños y adolescentes crece un 128% tras la pandemia» o «Solo el 44% de los adolescentes con conductas suicidas ha recibido tratamiento psicológico en los últimos tres años». Motivos más que suficientes para que el turrón se nos atragante como sociedad que no sabe o no puede entender qué le pasa a sus jóvenes. Y mucho menos solucionarlo.
Desde los primeros meses de la pandemia, en la calle, en las redacciones de los medios de comunicación y hasta en los despachos de los políticos se habla cada vez más de salud mental y, por fin, parece que se le otorga la importancia que merece: la misma que tiene la salud física, ya que ambas -ying y yang- son un todo indivisible, eso que llamamos ser humano (a falta de solucionar lo de la cuestión del alma). Ansiedad, estrés, fobias, depresión e incluso suicidio, un tema tabú hasta hace muy poco, del que no se decía una palabra en los medios porque se pensaba que podía tener un 'efecto llamada'… Todos los días se publican decenas de noticias sobre estos temas, se lo digo yo que trabajo en el departamento de comunicación de una entidad del tercer sector dedicada a la salud mental y que me encargo de monitorizar la prensa, a primera hora de cada mañana, en busca de informaciones como ésas.
La pregunta del millón de dólares es si hablamos ahora más de salud mental porque se ha deteriorado desde el inicio de la pandemia o si ésta simplemente ha ayudado a visibilizar un problema que ya estaba allí, soterrado por una sociedad que no se atrevía a mirarse demasiado en el espejo y que desde la llegada del coronavirus no ha tenido más remedio que enfrentarse con lo que no nos gusta, con nuestros miedos y demonios. Puede que, como con el huevo y la gallina, nunca sepamos la respuesta, pero lo cierto es que la salud mental y el suicidio están ahora encima de la mesa y cada vez más vinculadas a los niños y jóvenes.
Pensaba en todo esto la tarde en la que se publicó el informe de la Fundación ANAR, mientras paseaba bajo las deslumbrantes iluminaciones navideñas de la calle de Santiago y me subía el cuello del abrigo, helado de frío no sé si por la temperatura que marcaba el mercurio o por lo que había leído ese día. También pensaba en que frente al dolor del alma, siempre he encontrado un poco de consuelo y terapia en el cine, la música -en estas fechas, Sinatra y Tony Bennett- y los libros, gracias a lo que me enseñaron aquellos que vinieron antes que yo, pero que a los jóvenes de hoy sólo hemos sido capaces de legarles Tik Tok, Instagram y otras redes sociales, penosos refugios estos que, según coinciden los más variados expertos, solo sirven para echarle más gasolina al fuego.
Cada vez hablamos más de salud mental, sí, pero ya es hora de que como sociedad demos un paso más allá, nos preguntemos las causas y, sobre todo, dirijamos todos nuestros esfuerzos a poner soluciones a lo que le ocurre a nuestros jóvenes. Es cierto que ellos van a vivir peor que nuestros padres, pero esto sigue siendo, de momento, el occidente relativamente cómodo y civilizado en el que para una inmensa mayoría todavía hay calefacción, agua corriente, comida en la despensa, vacaciones de verano y hasta luces de Navidad. Y, sin embargo, nuestros jóvenes, nuestro espejo y nuestro único futuro, han perdido la ilusión y las ganas de vivir. Son la generación sufriente, ni 'Z', ni 'Millennial' ni otras chorradas por el estilo, que grita sin que sepamos escucharla. Ojalá bastara para solventarlo con echarle una carta a los Reyes Magos. Aunque fuera por Tik Tok.