Jiménez Lozano se rinde a los cómicos de la lengua

C.C. (Ical)
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El escritor abulense evoca a una maestra de su infancia en su novela 'Se llamaba Carolina'

El recuerdo constante de quien escribe de una maestra que tuvo». Así resume para Ical José Jiménez Lozano la esencia que se encierra entre las páginas de ‘Se llamaba Carolina’ (Ediciones Encuentro, 18 euros), su última novela. Con el volumen, que acaba de llegar a las librerías españolas, el Premio Cervantes rinde homenaje al teatro en general (“un mundo que siempre me ha subyugado”, confiesa), y a los últimos cómicos de la legua en particular, compañías ambulantes que recorrían la España de la posguerra en condiciones inefables.


‘Se llamaba Carolina’ arranca con la llegada a un frío pueblo de la meseta castellana de la compañía ambulante de don Eladio Manrique, que pretende poner en escena el Miércoles de Ceniza en los salones del Ayuntamiento una versión de ‘Hamlet, príncipe de Dinamarca’.


La avería de uno de los vehículos de la compañía y otras vicisitudes harán que los vecinos se vean obligados a hacer de extras, e incluso de actores y actrices principales, trastocando por completo la vida del lugar. Uno de los personajes centrales de la narración es Carolina Donat, la maestra suplente, que regresó al pueblo tras vivir durante la reciente guerra civil en Madrid, donde estudió para actriz, despertando todo tipo de habladurías y conjeturas entre los vecinos. La novela está contada a través de los ojos de un niño enamorado de ella, que será la encargada de interpretar a Ofelia en el inminente montaje.


‘Se llamaba Carolina’ esconde una mirada preñada de nostalgia, viveza e ironía al mundo del teatro de los cómicos ambulantes que, en los años de la posguerra, recorrían el mundo rural español con un amplio repertorio que adecuaban en función de sus variopintos públicos. En sus primeras páginas, la novela recuerda la llegada al pueblo del narrador del cinematógrafo, llamado a enterrar otras formas artísticas como el teatro: «Pero nosotros, los chicos más pequeños, no pensábamos así, porque el cine eran fotografías y sombras, y no como en el teatro, que eran personas».


Entre sus páginas, como bien desgrana en el prólogo la catedrática de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada María del Carmen Bobes, el Premio Cervantes trenza diversos espacios: el mundo de la realidad (la guerra), el de la realidad ficcional (la vida del pueblo) y el de la ficción total (el drama), que «se abren en un abanico de conexiones en todas las categorías literarias, y de modo especial en los personajes».


Teatro y vida, pues, se mezclan en el relato, testimonio de una época evaporada por el paso del tiempo, con los habitantes del pueblo convertidos en espejos insinuados de los personajes shakesperianos en un juego de concomitancias y divergencias constantes, con las resonancias de la guerra civil española como telón de fondo. Para Bobes, ‘Se llamaba Carolina’ es «un prodigio de arquitectura, de densidad semiótica, de gracia y armonía; es el típico texto literario que se lee más de una vez y que en cada lectura descubre relaciones y sentidos nuevos». «El encanto de esta novela es el que tienen otros textos de su autor, como ‘Ronda de noche’ o ‘agua de noria’, donde la espontaneidad es la norma, a pesar de que los motivos y la historia puedan ser terribles», completa.