Brüggemann denuncia los fanatismos religiosos y el aislamiento en la sobria y contundente 'Camino de la cruz'

César Combarros (Ical)
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El realizador alemán aplica la estructura de los catorce pasos del Viacrucis a la historia de una niña de 14 años que vive asfixiada por su entorno

El realizador alemán Dietrich Brüggemann construye un ensayo sobre la culpa y los riesgos de los fanatismos religiosos en ‘Camino de la cruz’ su cuarto largometraje, que hoy hizo viajar a los espectadores de la Seminci hasta sus orígenes, cuando el festival se centraba exclusivamente en el cine religioso. Con una cámara impasible, que sólo se mueve en tres momentos cruciales del film, la película describe el calvario de María, una niña de catorce años, que vive asfixiada por su entorno.

Ella es la mayor de los cuatro hijos que tiene un matrimonio alemán. Son fieles discípulos de la Hermandad Sacerdotal San Pío X, una sociedad internacional de sacerdotes católicos tradicionales fundada en noviembre de 1970 en torno a Marcel Lefebvre, un arzobispo francés conocido por su rechazo frontal al rumbo tomado por la Iglesia católica después al Concilio Vaticano II un lustro antes.

El film se divide en catorce episodios, que se corresponden con los catorce pasos del Viacrucis cristiano, que acompañan e ilustran la evolución de la propia protagonista. La cámara, siempre fría, inmóvil ante la barbarie y ante la tragedia, observa con mirada de entomólogo el devenir de los acontecimientos, previsibles y terribles.

El arranque, con el título ‘Jesús es condenado a muerte’, coincide con el Padre Weber, el religioso de la parroquia familiar, adoctrinando al grupo de niños que están a punto de tomar la confirmación. En esos quince primeros minutos de película se asientan las tribulaciones que atormentan a la protagonista hasta el final, y el realizador expone con gelidez la permeabilidad de los más pequeños ante los fanatismos, mientras contempla cómo se invita a tiernos niños a convertirse en “soldados de Cristo” dispuestos a “morir por la fe”.

A partir de entonces, y con un faro en su vida como Anna de Guigné, la niña santa francesa, María decide a partir de entonces consagrar su vida al señor, con tal de que Johannes, su hermano pequeño, salga adelante en la vida (los médicos advierten de que es probable que sufra autismo, aunque aún no le han diagnosticado).

Por momentos, el espectador se ve obligado a meditar cuál es el tiempo narrativo en el que transcurre el relato, al comprobar las formas de pensar que rigen la vida de los personajes, comandados por una madre castradora e inflexible, que encuentra en la religión su único consuelo.  Con un padre silente, resignado, María encuentra el único apoyo y calor en su vida en la au pair Bernadette, una joven francesa que parece ser la única capaz de destilar humanismo en la película.

En forma de tentación, María encontrará en su camino hacia la cruz a compañeros como Christian, un compañero de colegio que hará saltar las alarmas en la joven, incapaz de discernir si realmente está faltando a Dios por prestarle atención al chico. La presión en casa, en el colegio e incluso en el médico dinamitará a la joven, incapaz de soportar tanta responsabilidad sobre los hombros.

Sólo en tres momentos, decisivos de la película, la cámara abandona el plano fijo para acompañar la acción con movimientos orgánicos y fluidos. En el resto, son los actores quienes se mueven por el plano, adaptando sus interpretaciones al brillante planteamiento estético del realizador, que tiene la fortuna de contar con una protagonista excepcional pese a su corta edad. Con la misma edad de la protagonista, Lea van Acken da una lección de interpretación ante la cámara, mientras el mundo se desmorona a sus pies.