Una historia de vida

Paco Alcántara
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Este es el relato del encuentro con una mujer de 26 años que no se reconoce revolucionaria. Quizás porque los auténticos revolucionarios son las únicas personas que no hablan de revolución. Cuenta que le deprimen las injusticias y se rebela ante ellas.  Ha presenciado muchas. De ahí su desvelo por conocer los derechos para poder defenderlos con argumentos. El principal,  el derecho a la educación, tan esencial  como el derecho al aire y al agua. El siguiente, vivir desencadenada. Tener sueños propios y su propia vida.

Carmen Jiménez Borja es gitana. Durante toda su existencia ha regateado el destino que le marcaba sus orígenes.  Preparase para casarse y ser madre.  Quiso ser abogada desde siempre. Hoy es la primera gitana licenciada en Derecho en Valladolid. En Rioseco, donde reside, sus amigas del colegio se casaron sin haber cumplido los 15.  Se quedó sola. «Nadie entendía por qué quería estudiar». Pero, ella siguió con su empeño y le concedieron una ayuda de estudios para poder continuar en el Instituto. También mantuvo la beca durante los cinco años en la Universidad.

 Lo cuenta sin levantar la voz. Con indignación.  Con un punto de sorpresa y de pena. Tampoco ella comprende, ni acepta, por qué las niñas gitanas tienen que abandonar la escuela para contraer matrimonio. «Es injusta la vida de la mujeres es nuestras comunidades». Y argumenta, «no se pierden las costumbres por tener más formación». Al contrario.  Carmen se siente gitana. Mira de frente y sus ojos taladran. No es una pose. Pero, eso sí, añade sin contemplaciones, cada persona tiene derecho a elegir su destino, «yo elegiré a mi marido».

Desea trabajar para que prevalezca la justicia. Le gustaría ejercer de abogada. Actualmente, es Técnico de Intervención Social en las oficinas del Secretariado Gitano en Valladolid. Sin embargo, el sueño quimérico sería llegar a ser juez. «¿Sabes?», me dice, en un tono casi confidencial; «los hombres me respetan y acuden a mí, porque dispongo de conocimientos que pueden servirles para sacarles de un apuro».

Hay en la mirada y en las palabras de esta mujer una huella de seguridad. También de candidez, de afecto, de mucho amor, sobre todo,  hacia su familia. Si. La familia es lo primero. Quiere a los suyos y se ríe cuando rememora lo difícil que fue estudiar en una casa con otros cuatro hermanos y un padre al que le gusta tocar la guitarra.  Era imposible convencerles de que necesitaba silencio para concentrarse.  Ya lo dijo Montaigne, el papel de la constancia consiste principalmente en soportar con paciencia las desventuras que no tienen remedio. Sonríe cuando habla de su padre «me apoyó siempre, aunque no le convencía lo que hacía, porque tenía miedo a que dejase de ser gitana». ¿Ahora?, «está orgulloso de mi».  Ella es universitaria y su padre apenas si fue a la escuela; sin embargo, inconscientemente, acude a él en busca del significado de la obra de su vida.

Carmen Jiménez ha roto un maleficio. Tiene formación superior y mantiene sus señas de identidad. También ha abierto caminos. En Medina de Rioseco, ahora es un ejemplo. Otras niñas ya llegan al instituto. Puede que alguna se encamine hacia la universidad.  

Transmite tanta humildad en lo que dice, que en más de una ocasión le pregunto si realmente tiene la edad que afirma. Ni levanta la voz. Ni alarga las explicaciones cuando se reconoce un bicho raro. Es consciente que representa una especie de endemismo en un mundo tan masculino como el de las comunidades gitanas. Una rareza. Una mujer sabedora de que una cultura aislada pronto perece. Puede convertirse en folklore, manía o teatro especular. Porque las culturas se extinguen en el aislamiento y prosperan en la comunicación.