La encrucijada de los romanos

Ernesto Escapa
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La encrucijada de los romanos

La encrucijada de asfalto donde se asienta Becilla de Valderaduey, en el nudo de dos carreteras nacionales que van quedando en secundarias, la ocupó en los primeros siglos de nuestra era una villa romana que por sus vestigios debió de ser un auténtico palacio de retiro para su promotor. De aquellos ornamentos, hay testimonio en el Museo de Valladolid, que exhibe una mutilada escultura de mármol y un mosaico, fruto ambos de excavaciones llevadas a cabo aprovechando obras de pavimentación en el pueblo. En una de estas pesquisas municipales apareció en el solar de la plaza Mayor el torso desnudo de Dionisos, que lleva prendida al hombro por la garra de una pantera su piel felina a modo de capa. Pero estas galas hay que verlas ahora en el museo de Fabio Nelly, en la capital.

El caserío de Becilla se apiña en la solana del Valderaduey, acomodado sobre un leve teso, que lo pone a salvo de sus embestidas. Abajo, el río conserva un puente de tres ojos y casi medio kilómetro de calzada, que han recibido la vitola de Bienes de Interés Cultural y reclaman los cuidados precisos para paliar su deterioro. De momento y a pesar de los embates estacionales del Valderaduey, el puente se mantiene firme sobre sus pilares, aunque muestra sobre el lomo algunas mellas en los pretiles. Se supone que corresponden al tiempo en que lo transitaban carros y tractores, ahora alejados de este paso.

En la plaza, que machaca a diario el tráfico rodado de la Nacional 610, duerme inadvertido el tesoro romano de Becilla, mientras sus dos iglesias se suceden en la pendiente de la ladera. El templo de la Asunción se construyó en el último tercio del dieciocho, con ladrillo y tapial. Tiene una sola nave, un excelente tesoro de orfebrería y espadaña a los pies, sobre la entrada. Calle Nueva arriba, San Miguel preside una plazuela ajardinada. Este templo mudéjar, de apariencia humilde, se cubre con un artesonado que deja ver restos de policromía, mientras decora su presbiterio con once tablas de la órbita de Juan de Borgoña, que ilustran la vida de Jesús y algunas escenas alusivas al patrón San Miguel.   

LA CARRERA ZAMORANA. Aguas abajo de Becilla, Villavicencio de los Caballeros y Bolaños de Campos remontan su caserío a la izquierda del río y desdeñan su apellido fluvial, que sólo vuelve a aparecer ya en Zamora, por Villárdiga y San Martín, en el raso de Villalpando. Aguas arriba, entre Becilla y Villacreces, que ya es sólo derrumbe de pueblo abandonado, la hidronimia no engaña: si Araduey significa valle ancho, la amplitud de su cuenca en este tramo hace justicia al nombre. Pero los pueblos parecen haberle tomado miedo a sus avenidas y asientan las casas en el oleaje terroso de las lomas. No se trata sólo de un temor ancestral. Castroponce muestra su caserío dividido en dos bloques distantes y muy diferentes. Uno, con la iglesia y los muñones de tapial de su fortaleza coronando el cerro, es el histórico. El otro, arbolado, de casitas molineras y con nombres de la década prodigiosa en su callejero, es el barrio nuevo que se construyó en los sesenta para alojar a los vecinos que se quedaron sin casa por una furia inadvertida del río de las llanuras.   

A pesar de sus dos mitades, Castroponce presta apellido a otros pueblos trerracampinos y fue pionero en el rescate de viejas tradiciones, como la celebración navideña de la Corderada. Pero no siempre llevó un nombre tan sonoro. Hasta mediados del doce, se llamó Castrodonín. La iglesia de la Asunción tiene varios retablos barrocos de mérito, uno de ellos coronado por un Santiago Matamoros de Sierra. El cerro de la fortaleza sólo conserva una peineta de tapial como vestigio de su defensa fronteriza. Acaso empujados por el miedo al río, Cabezón y Villagómez se alejan de su cauce, uno a  cada lado del cuenco fluvial.

Cabezón de Valderaduey contempla desde su altozano el paso de la Carrera Zamorana, una vía pecuaria y comercial que comunicaba el sur de León con la encrucijada de Villalpando. Desde su carril se aprecia la estampa mudéjar del templo de la Asunción y el muñón de barro de una remota fortaleza vencida por la lima del tiempo. La iglesia guarda en su presbiterio un hermoso artesonado mudéjar y un retablo del dieciséis con profusión de imágenes y relieves escultóricos. Este tramo del Valderaduey ya no se ve tan concurrido de pescadores como antes. La introducción del cangrejo americano rebajó su atractivo, pero proporciona sustento a las cigüeñas y a otras aves de buen pico, que animan con su vuelo ceremonioso la soledad del valle. En cualquier caso, la nostalgia del cangrejo sigue animando muchas tertulias de la gente ribereña.  

LA DERROTA DEL BARRO. Villagómez la Nueva se llamó hasta la segunda mitad del diecinueve Villahamete, pero la contracción de aquel nombre primitivo daba pie a la rechifla y de ahí su mudanza. Apenas conserva la fachada carcomida de su palacio señorial del quince, con los escudos encastrados en pináculos de ladrillo. También decrépitos vestigios de su recinto amurallado en piedra: retales de paredón y varios cubos con aspilleras. Perteneció al marquesado de San Vicente. La iglesia de San Nicolás fue mudéjar, pero se ve enmascarada por reformas dieciochescas. Su torre de mampostería y ladrillo remata en un casquete de cemento. La laguna enchinarrada de la plaza preside un espacio muy grato, como un oasis terracampino que se adorna con rosales y sombrean los sauces.