Un verano literario

Ernesto Escapa
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En los felices veinte del pasado siglo varios pueblos de los Torozos se convirtieron en residencia veraniega de los más importantes escritores de la Edad de Plata. De aquella estancia conserva Valdenebro el legado literario de Ramón Pérez de Ayala. El barullo de naves agrícolas desperdigadas por la pendiente ha machacado la silueta de uno de los alcores más hermosos de los Torozos. El caserío de Valdenebro se derrama por la ladera de la Solana, donde asoman las bocas de algunas bodegas y se deslizan los palomares. Para compensar este desconcierto nos queda la imagen apresada en un óleo magistral de Aurelio García Lesmes y el retrato literario recurrente de Ramón Pérez de Ayala.

El pintor recrea el perfil de Valdenebro coronado por la torre calada de su iglesia desde la quietud cereal de un rebaño con pastor. Es un cuadro de gama apacible, tornasolado de malvas y naranjas, en el que los rastrojos centellean como ascuas. La estampa guarda un indudable parentesco con la descripción del joven Ayala en Trece dioses: «Villavalde estaba enclavado en una pequeña loma, amarillento y uniforme, con su torre destacándose como un bordado de oro viejo en el sedoso azul celeste». Villavalde fue uno de los nombres literarios que Ramón Pérez de Ayala dio al pueblo de su padre. Valdenebro de los Valles desafía desde los Torozos la vecindad de Palacios y el cotarro del Moclín, que enmarca el horizonte hacia Rioseco. En el paisaje vegetal del entorno no se vislumbran los enebros que timbran su nombre sino matas chaparras y ralas de encina que a duras penas se recobran de las talas feroces.

La plaza, a la que asoma el amplio soportal con pasadizo del ayuntamiento, es el rompeolas del pueblo. No se trata de un recinto urbano equilibrado ni con traza uniforme. La iglesia de San Vicente Mártir, levantada en el siglo dieciséis sobre los restos de un templo románico más menudo, interrumpe la plaza por su medio y la domina con el vuelo de una torre altiva, abalaustrada y recorrida en su estatura por un caracol adosado que trepa hasta las campanas.  

Las dos portadas de la iglesia son de una austeridad cisterciense. Las arquivoltas de la que asoma a la plaza propiamente dicha son ligeramente apuntadas y derraman sobre capiteles con poca labor. La mitad de los fustes de esta portada son de reposición y bien que se nota. La del otro lado apenas resalta su sencillez entre el agobio de contrafuertes. Haciendo esquina con la plaza se conserva una de las casas ocupadas por el novelista Ramón Pérez de Ayala en sus estancias de retiro creador. La otra está en la calle del Castillo, donde se alinean varios edificios de porte monumental. En concreto, la memoria popular señala la del número 11. Esta calle se empina hacia el altozano donde estuvo la fortaleza, de la que todavía se atisban algunos restos, como el arranque de una torre de planta cuadrada o la barbacana.

No se trata de los únicos vestigios nobles del pueblo, aunque también es cierto que no son las antigüedades lo que resalta en su actual compostura. Recorriendo sus calles, junto a los arcos huérfanos o los blasones malheridos, llaman la atención los respiraderos de las bodegas, cuyos arcos asoman enrejados o ciegos de tapial a ras de calle. El subsuelo de Valdenebro está recorrido por una trama de bodegas abovedadas de piedra cuya traza sillar evoca un posible uso como pasadizos de refugio o defensa antes de convertirse en lagarejos o almacenes.  

El escritor Ramón Pérez de Ayala, varias veces candidato al Nobel, era nieto del abogado de Valdenebro Guillermo Pérez Pizarro. Su padre emigró a Oviedo pasando por Cuba y allí estableció un próspero comercio en sociedad con un hermano que llegaría a alcalde de Vetusta. Un revés del negocio lo empujó al suicidio en 1908, mientras el hijo escritor cultivaba en Inglaterra la silueta de bachiller en Oxford con que Antonio Machado lo acuñó en su retrato lírico. Aquel señorito anglosajón, que más tarde simultanearía la embajada republicana en Londres y la dirección a distancia del Museo del Prado, se recluyó en Valdenebro en el verano de 1920, entre julio y octubre, para dar remate a Belarmino y Apolonio, una de sus novelas mayores. No era su primera estancia en el solar de los antepasados. Pero aquel año contó con poderosos estímulos para prolongar el veraneo en los Torozos hasta que llegaron los cierzos.

Valdenebro hace triángulo con Montealegre, el balcón de nostalgias de Jorge Guillén, y Villalba de los Alcores, donde agostaban los futuros cuñados Cipriano Rivas Cherif y Manuel Azaña. También está a un paso de las andanzas de Unamuno desde Palencia, donde vivía su hijo; del tránsito de Ortega hacia el Coto Castilleja, la finca familiar de Mayorga; y de las travesías motorizadas del escultor Sebastián Miranda y del pintor Anselmo Miguel Nieto con sus amigos el torero Belmonte, el escritor Valle-Inclán o los pintores García Lesmes y Sinforiano del Toro. Era conocida la residencia literaria de Pandorga en Valdenebro, un relato de humor y tenebrismo construido con dichos y refranes de Torozos. Asimismo, el refugio terracampino de la dramática pareja formada por Cástor y Balbina, protagonistas de su «novela poemática de la vida española» Luz de domingo (1916), y también de algunos poemas, como los que le inspiran el trasiego de los buhoneros o la demora de los rebaños contemplados desde el perezoso mirador de la Solana. Ahí queda para siempre su verso «que llaman Tierra de Campos lo que son campos de tierra». Pero en 1989 una profesora londinense descubrió Trece dioses. Fragmento de las memorias de Florencio Flórez, una novela perdida del joven Ayala sólo publicada en folletón provincial en julio de 1902. En sus páginas, que emulan el formato de la Sonata de otoño de Valle, Valdenebro es Villavalde, «el solar de mis mayores, la cuna de mi padre». Y describe sus paisajes, las cacerías y andanzas de sus gentes.